Editorial
Un mundo sin Bin Laden
Ayer sábado, el diario francés L'Est Republicain publicó la noticia de que Osama Bin Laden, líder de la red Al Qaeda, falleció en agosto pasado debido a una fiebre tifoidea, información que de ser confirmada cambiaría el panorama actual sobre la guerra contra el terrorismo impulsada por Washington tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 reivindicados por Al Qaeda, la cual ha derivado en un recorte de las libertades individuales y ha provocado una peligrosa fragmentación y proliferación de organizaciones islámicas radicales. De hecho, numerosos analistas en todo el mundo han denunciado que esa estrategia del gobierno de George W. Bush, invasión de Irak incluida, no ha logrado reducir el riesgo de más atentados terroristas, como era su objetivo; por el contrario, ha extendido la posibilidad de otros ataques en países de Asia y Europa, como los atentados en Londres, en julio de 2005, Bali, en octubre de 2005; y Madrid, en marzo de 2004.
De acuerdo con el rotativo francés, los servicios de inteligencia de Arabia Saudita, con base en "una fuente habitualmente confiable", están convencidos de que Bin Laden sufrió una grave crisis tifoidea en Pakistán, la cual no pudo ser atendida médicamente a causa del aislamiento y del perpetuo estado de fuga en el que ha vivido el líder de Al Qaeda desde que una fuerza invasora encabezada por Estados Unidos derrocó, en noviembre de 2001, al régimen talibán que imperaba en Afganistán y que le dio refugio ante la persecución de que era objeto por las fuerzas estadunidenses. Desde entonces, Bin Laden permanecía escondido en la zona montañosa de Pakistán, fronteriza con territorio afgano. Hasta el momento, ni Arabia Saudita, ni Pakistán, ni el gobierno de Bush y tampoco las autoridades de Francia y Gran Bretaña han podido confirmar su deceso.
No es la primera vez que algún medio de comunicación afirma que Bin Laden ha muerto y tampoco que surgen versiones sobre el deterioro de su estado de salud, aunque nadie ha sido capaz de localizarlo para verificar o desmentir tales informaciones. De hecho, la última ocasión en que se tuvo noticiade él fue el 29 de junio pasado, cuando Al Qaeda difundió una cinta de audio con su voz. Adicionalmente, en más de cinco años Estados Unidos no ha logrado su captura ni su eliminación, pese a haber invadido Afganistán con ese propósito, lo que constituye la más clara evidencia del fracaso de Washington en la guerra contra el terrorismo.
Por otra parte, si efectivamente Bin Laden ya falleció, sin ninguna intervención de Estados Unidos, ello significaría una derrota moral para Washington, ya que no pudo llevarlo ante su justicia, según compromiso de Bush tras el 11/S, a la vez que se engrandecería la figura del líder de Al Qaeda en todo el mundo musulmán como el hombre que golpeó al imperio en su propia casa y lo venció al morir en libertad.
Además, la muerte de Bin Laden dejaría a Estados Unidos en un predicamento, ya que en la lucha contra el terrorismo se quedaría sin una cabeza visible a la cual culpar por todos sus males. En su lugar, como han denunciado expertos y analistas, quedaría una constelación de pequeñas células, especie de "franquicias" de Al Qaeda, desvinculadas entre sí y sin grandes personajes en su dirigencia: tales grupos conservarían una gran capacidad de atacar, a la vez que su destrucción o desarticulación carecería del impacto mediático que tanto gusta al gobierno de Bush, lo que también le dificultaría a las autoridades estadunidenses justificar las duras medidas de seguridad que conllevan limitar las libertades de sus ciudadanos y de personas de otras nacionalidades.
En ese contexto, mantener la guerra contra el terrorismo se está volviendo una tarea cada vez más difícil para Washington y sus aliados, como lo pone en evidencia la manifestación ocurrida ayer sábado en Manchester, Reino Unido, donde unas 30 mil personas exigieron la retirada de la tropas británicas de Afganistán e Irak.