Usted está aquí: domingo 24 de septiembre de 2006 Opinión Amarillas corsé

Bárbara Jacobs

Amarillas corsé

De las visitas más desconcertantes que hice a Adela de Lunas recuerdo la de una tarde en que fue presa de sucesivos ataques de risa. Destaco que fueran sucesivos pues, además de su parálisis, la viuda Adela parecía estar sujeta por varillas, de modo que ninguna de sus respuestas podía ser libre o continua; era como si el menor movimiento, la menor reacción que su organismo ejerciera o emitiera, escapara de entre inflexibles rejas. Su risa podía definirse dentro de los límites del estira y afloje, igual que sus palabras o que el fajo de papeles de mi profesor que su mano empezaba a extenderme para de inmediato retener. "El que da y quita", rimaba mi voz interior; "con el diablo se desquita."

-Adela -le pregunté-, ¿cuál es su postura ante el viejo dilema de si un libro se presta o no se presta?

Entre más bien rígidas sacudidas de risa consiguió contestarme que ella nunca prestaba un libro. Cuando recuperó la compostura logró ampliar o tamizar la cortante determinación de su frase. Desovillándola, se lamentó de cuando un libro se le hubiera perdido.

-Me gustan tanto los libros -expresó-, que voluntariamente no me deshago de ellos.

Casi con fervor se extendió en justificaciones. Para ella, los libros tenían valor en sí mismos tanto como en calidad de contenedores. "Encapsulan historias que, además de su contenido específico, son a su vez portadoras de múltiples ramificaciones posibles", puntualizó con vehemencia, no sé si con claridad. Quería decir que los libros daban más a quien los amaba de lo que ellos mismos hubieran pretendido. "Son como animales domésticos", declaró.

Lo cierto es que Adela les tenía tal veneración que lamentaba enormemente cuando alguno se le perdía. "¡Lo repongo en cuanto puedo!" Igual que su esposo, consideraba toda biblioteca un "Proyecto de lectura" que engrosar.

-Es preferible encontrarse con un libro repetido que con el hueco de un libro faltante.

-¿Y no preferiría cumplir con el proyecto de leer los que tiene en lugar de reponer los que pierde o los que le faltan, los haya leído o no?

-¡No hay biblioteca completa! -exclamó, con el tono con el que mi profesor usaba para no llamarnos ignorantes y de paso tontos, con otras palabras, por supuesto, "Palurdos", por ejemplo; "zopencos".

Para rebajar su entusiasmo, me confió que en una que otra ocasión se había atrevido a conservar, es decir, a no devolver, libros que le habían prestado o, inclusive, que había sacado de las bibliotecas. Pero, afinó, si había caído en esa tentación y hasta infracción había sido porque sabía que dichos libros, una vez bajo el manto de ella, estarían en las mejores manos.

-Porque los libros, todos los libros, merecen mi mayor respeto -determinó.

Y a qué grado era esto así que, añadió, nunca se había robado un libro, propiamente hablando.

-Allá el riesgo al que se expone quien me los preste, personal o institucionalmente -rió Adela, de manera intermitente. "Prestar un libro es una forma de desprenderse y deshacerse de él. En este sentido, si yo me quedo con un libro que me han prestado, o que he sacado de la biblioteca, no me lo estoy robando; lo acojo y lo cobijo, igual que a un huérfano o a un abandonado", se animó a exteriorizar Adela.

-Bueno, Adela; y hablando de hurtos, según los llamaría el código penal; o de adopciones, de acuerdo a como los llama usted, ¿ha pasado alguna vez una noche en la cárcel? -ignoro el porqué de mi pregunta.

Sin extrañarse, me contestó: "En cárceles metafóricas, prácticamente toda mi vida". A continuación, fue presa de una convulsión entrecortada de risa.

-¿Y cuáles son esas cárceles a las que se refiere, las metafóricas, querida Adela?

-Las del amor, niña; las del dolor -repuso, sin la menor huella de malicia en su expresión.

Al ver el giro que empezaba a tomar nuestra plática informal, que yo había querido estrictamente amable y desinteresada, una manera de ir cerrando nuestras sesiones de pesquisa voraz de mi parte en la búsqueda de información sobre mi profesor y, más precisamente, sobre su final, viré el interés una vez más hacia el tema de los libros, de su repudio o su acogimiento y conservación.

A mi insistencia, Adela admitió haber leído libros malos. "Pero ponga comillas a malos, por favor", me pidió.

-Pero desde el momento en que me han dado algo, aun cuando esto se refiera a su pobreza, se convierten en buenos, pues me enseñan, entre otras cosas, lo que no hay que hacer.

 
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