EJE CENTRAL
Un puñado de polvo
Mauricio tiene 61 años. Ha transcurrido la tercera parte de su vida desde la mañana del domingo 24 de noviembre en que los escombros del hotel Regis volaron transformados en una nube de polvo cegadora y amenazante. La detonación dispersó a los curiosos que observaban las maniobras desde la esquina de Balderas y Juárez. Atropellándose, gritando, huyeron hacia Reforma. El caudal de cenizas avanzaba en la misma dirección como un río ávido de recuperar su cauce.
La multitud empujó a Mauricio hasta las puertas de la Lotería Nacional y allí se mantuvo expectante, con el aliento contenido, como el público que en el circo observa un acto de escapismo o de prestidigitación. Poco a poco la nube se convirtió en una niebla que lastimaba los ojos y hacía estornudar. Se escucharon comentarios: "Quedamos todos blancos. Parecemos fantasmas". Los curiosos empezaron a sacudirse las ropas y las cabelleras.
A espaldas de Mauricio un muchacho dijo: "Aída, parece que te salieron canas. Ahora ya sé cómo te verás cuando seas viejita". Ella le respondió: "Uh, faltan millones de años". Mauricio sintió curiosidad hacia la pareja, pero no se atrevió a mirarla -no tenía derecho a entrometerse en la visión que los enamorados tenían del futuro y se limitó a deducir que Aída era muy joven, tanto como para pensar que faltaban millones de años para que ocurriera lo que siempre sucede más pronto de lo que deseamos. El recuerdo de Margarita lo asaltó. Un año atrás, durante una de sus últimas conversaciones telefónicas, ella le comentó que iba a cumplir 20 años. "¿Cuándo?" "Falta mucho: el 19 de septiembre". Mauricio subrayó la fecha en su agenda.
II
El 18 de septiembre, como siempre que iba a viajar a la ciudad de México, la llamó al hotel Regis, donde ella era telefonista. Fue directo: "Mañana es su cumpleaños. ¿Qué le parece si lo celebramos juntos?" La sintió contener el aliento y temió haberla asustado: "¿La molesté?" Ella tardó unos segundos en responder: "No, pero me sorprendió que usted se acordara". Mauricio comprendió que la había halagado: "Para lo que me interesa tengo buena memoria. Recuerdo la primera vez que hablé al hotel desde el aeropuerto y usted me contestó. Me deslumbró el tono de su voz. ¿Le dije que me parecía muy hermosa?"
Margarita volvió a demorarse en responder: "No, para nada. Me llamó inepta y dijo que este hotel era una porquería, que cómo era posible que su reservación no estuviese registrada. Me arrepiento..." "Pues no debería. Estaba en su derecho de protestar por..." Mauricio la interrumpió: "No pensaba en la reservación, sino en mi amenaza de presentarme en el hotel y llevarla ante el gerente. Si lo hubiera hecho habría tenido oportunidad de conocerla". "No lo creo, entonces mi turno terminaba a las nueve de la noche y no me habría encontrado". Mauricio se inquietó:
"Creo que sobre nosotros pesa una maldición. Llevo un año alojándome en el Regis y cada vez que llego me dicen que la cambiaron de turno. ¿Será que no quiere conocerme?"
Ella no disimuló su interés: "Al contrario, siento curiosidad por saber si es como me lo figuro: alto, moreno, de cabello negro, más bien delgado; pero no logro imaginarme qué edad tiene. Ya le dije la mía, ahora le toca a usted". A Mauricio le tembló la voz: "Le doblo la edad. ¿Se lo esperaba?" Margarita fue sincera: "Ni sí ni no. Hay cosas que nadie puede cambiar. Una persona nace cuando tiene que nacer y muere igual, cuando le toca". "La víspera de un cumpleaños no es el mejor momento para hacer ese tipo de reflexiones. ¿Por qué mejor no me dice en dónde le gustaría celebrarlo? Le doy 30 segundos para decidirlo. Si no me da una respuesta elegiré yo. Corre tiempo: uno, dos, tres..."
III
Mauricio dejó de contar cuando escuchó la risa de Margarita: "En el salón Alameda del hotel Prado... No, no se crea. Era una broma. Lo dije porque mi madre me ha contado que desde allí se transmitía un programa de radio muy bonito. ¿Le gusta la música? A mí me fascina, pero aquí nos prohíben traer radios". Mauricio le hizo notar que por primera ocasión ella hablaba de sí misma en vez de preguntarle por sus viajes, sus ventas, sus clientes. Margarita, a su vez, pareció sorprendida: "Quizá porque mañana cumplo años; será el primero que celebre y me parece bien: después de todo nunca volveré a tener 20. Mi mamá dice que después de esa edad el tiempo se va volando y cuando uno menos se acuerda llega a los 30, los 40 y así, hasta que el tiempo se acaba".
Mauricio advirtió que el tono festivo de la muchacha se había apagado: "Se puso triste. ¿Por qué?" "Pensé que por larga que sea la vida de una persona nunca le alcanzará para conocer todo lo que desea". "¿A usted qué le gustaría conocer?" Margarita lanzó una exclamación y volvió a reír: "Si se lo digo no terminaremos en toda la noche; pero, por principio de cuentas, me encantaría subir a una montaña altísima. ¿Se imagina lo que se sentirá mirarlo todo desde arriba y estar más cerca del cielo? Tengo unos amigos alpinistas. Ya subieron tres veces al Pico de Orizaba. Dicen que las noches son hermosísimas por la cantidad de estrellas. Cada vez que voy al Palacio Chino lo recuerdo. ¿No lo estoy aburriendo?"
Mauricio prefirió no contestar. Temía excederse y prefirió hacer planes para la noche siguiente: "¿Quiere que pase por usted al Regis?" "No. Mi turno acaba a las siete de la mañana, pero de seguro saldré más tarde porque Nancy, la compañera que me releva, siempre llega tarde. Se justifica diciendo que vive en Cuautitlán. La verdad, no me parece una buena excusa: mi casa también queda lejísimos y hasta ahorita no tengo en mi expediente ni un retardo".
Mauricio se sintió conmovido por el orgullo infantil con que la telefonista mencionaba sus méritos: "No me cambie el tema: ¿podría recogerla en su casa?" Margarita respondió con precipitación: "No se moleste. Ya le dije que vivo muy retirado y además... Bueno, es que voy a decirle a mi papá que Nancy y mis demás compañeras me invitaron por mi cumpleaños".
La mentira de que Margarita iba a valerse para poder verlo a solas alimentó su desconfianza. Tal vez la muchacha quería mantenerlo alejado de su casa para evitarle el encuentro con una madre alcohólica, un padre posesivo o hasta un marido celoso. Podría ser esto último, después de todo él era casado. Pensaba decírselo, pero no esa noche ni mañana, sino después, cuando lograra entender si su necesidad de oír la voz de Margarita era algo más que un respiro en medio de su mundo habitado por clientes, proveedores, publicistas capaces de convertir una rondana o un lavabo en objetos del deseo.
IV
Embebido en esos pensamientos, Mauricio apenas se dio cuenta de que Margarita había interrumpido la conversación para atender otra llamada: "Hotel Regis, a sus órdenes. Señor Rodríguez, ¡qué gusto! Me alegro: eso quiere decir que el servicio le complació... No creo que haya problema, pero mejor lo paso a recepción. Gracias, a mí también me ha dado mucho gusto saludarlo". Mauricio volvió a escuchar cercana la voz de Margarita: "Discúlpeme, es que me entró otra llamada". El no pudo reprimir un golpe de celos: "Y por lo que veo, de una persona que usted aprecia mucho". Margarita le contestó con un tono fatigado: "¿Sabe lo que pasaría si alguno de los huéspedes del hotel llega a quejarse por mi falta de amabilidad?" Mauricio perdió el control: "¿Entonces su gentileza hacia mí es parte de sus obligaciones como telefonista del Regis?" Se dio cuenta de que sus palabras eran ofensivas y se apresuró a disculparse: "Espero que no me haya tomado a mal". "No soy tan susceptible. Es natural que no comprenda mi situación: usted es su propio jefe". "No crea que siempre lo he sido". "Cuénteme..."
Mauricio sintió fatiga de remontar en el recuerdo su trayectoria en la fábrica de muebles para baño Tabares: "Otro día. Ahora lo importante es que me diga dónde nos encontraremos". "En el café Trevi, a las siete. Queda en la esquina de la Alameda, muy cerca del hotel. De allí podemos irnos a algún restorán que esté por aquí cerca". "Le encantan esos rumbos, ¿verdad?" "¿Cómo lo sabe?" "Porque me doy cuenta de que no quiere alejarse". Margarita suspiró: "Tiene razón: estoy atrapada en estas calles. A veces, cuando me toca salir temprano, recorro la avenida Juárez. Me encanta ver los comercios, los cines, las platerías, aunque no vaya a comprar nada. Otra cosa que me fascina son los turistas sacando fotos. Una vez un señor me pidió autorización para tomarme una. Hablaba muy chistoso porque era húngaro y sabía muy poquito español. Prometió regalarme una copia de la foto. No me cumplió. A lo mejor ni la reveló".
Margarita hizo una pausa larga. Mauricio sospechó que ella seguía pensando en el turista húngaro y lo odió, entre otras cosas, porque él conservaba una imagen de la muchacha que él jamás podría ver. Para superar ese abismo retrocedió: "Si tiene retratos de cuando era niña me gustaría verlos. Mañana ¿puede traerme uno?" "No creo. Mi mamá los guarda en su ropero". "Pídaselos. Dígale que va a mostrárselos a sus compañeras". "Y si me pregunta con qué objeto, ¿qué le digo?" "No lo sé, ya se le ocurrirá algo". Margarita soltó una carcajada: "Le diré que Nancy me pidió mi foto para ahuyentar a los ratones que hay en su casa: de niña era feíta feíta". Sin proponérselo Mauricio volvió a ser impertinente: "¿Y ahora cómo es?" "Ay, yo no sé. Mañana que me vea usted dirá. Entonces, acuérdese: en el Trevi, a las siete".
La comunicación se interrumpió. Mauricio tuvo deseos de recuperar la voz de Margarita. Podía llamarla con un buen pretexto: ¿cómo se reconocerían? No cedió a la tentación ni podrá hacerlo nunca. Lo supo desde la mañana siguiente, cuando al descender del avión escuchó en los atestados pasillos del aeropuerto las primeras noticias: "Un temblor de ocho grados en la escala de Richter... Aún se desconoce la magnitud de los daños, pero se dice que la colonia Roma, Pino Suárez, Tlatelolco y la avenida Juárez podrían ser zonas de desastre".
V
Ahora que Mauricio tiene 61 años y ha vuelto, como lo hace cada septiembre al sitio de su tragedia, no logra saber cómo llegó al Regis aquel jueves de 1985. En su recuerdo sólo encuentra una confusión de edificios deshechos, gritos, personas corriendo, sirenas, ambulancias, humo, olor a muerte, polvo y en medio de todo la esperanza de que Nancy hubiera sido puntual para relevar a Margarita 19 minutos antes de la tragedia. Las advertencias de un policía lo devolvieron a la realidad: "El taxi no puede pasar. La zona está acordonada. Es peligroso. ¡Retírense!" Mauricio bajó del automóvil y corrió entre escombros sin importarle los gritos, los gemidos, la precipitación de la gente que deseaba alejarse y ponerse a salvo. A la distancia vio el humo negro flotando sobre las ruinas del hotel Regis.
Aun así mantuvo la esperanza hasta el 24 de noviembre, minutos antes de la explosión que convirtió los escombros del Regis en una nube de polvo y cenizas. Mauricio conserva el puñado que levantó del suelo aquella mañana. Lo depositó en su pañuelo. Cada septiembre lo mete en su bolsillo y llega hasta la esquina de Balderas y Juárez. El sitio de su peregrinación le resulta cada vez más irreconocible. A pesar de eso, le recuerda con claridad la voz de Margarita. Por el resto de su vida será lo único que conserve de ella.