Usted está aquí: sábado 23 de septiembre de 2006 Opinión Cellista como instalación

Juan Arturo Brennan

Cellista como instalación

El jueves por la noche, Natalia Pérez Turner ofreció el último de una serie de recitales articulados bajo el concepto La cellista es una instalación. Se trata de presentar ejecuciones musicales en el contexto de diversas salas de museos, para convertir al espacio, a su contenido plástico y a un público fluido y cambiante, en parte del acto sonoro. Las instancias previas de este proyecto fueron presentadas en sedes como Casa del Lago, Laboratorio Arte Alameda y los museos Universitario de Ciencias y Artes y de la Estampa.

A través de largos años de ejercicio de la melomanía, he tenido la oportunidad de escuchar música en toda clase de espacios, pero por alguna razón nunca me había acercado a la Sala de Arte Público Siqueiros como escenario musical. Fue ahí donde la violoncellista mexicana ofreció el recital del jueves y si bien no se trata de una sede idónea para la música, sí presenta un par de cualidades interesantes.

Por una parte, su pequeño espacio central, debido a sus materiales duros, tiene una atractiva resonancia, que esa noche le fue benéfica al violoncello de Natalia Pérez Turner. Por otra, la componente visual proporcionada por las dos grandes obras murales de Siqueiros que enmarcan el espacio con sus perspectivas avasallantes, proporciona ese elemento extra que embona idealmente con la idea central de hacer de la cellista una instalación.

El repertorio elegido por la intérprete, de carácter estrictamente contemporáneo, no podía ser más sólido e incluyente: una obra mexicana, una partitura de una compositora notable, una pieza dedicada a la propia Natalia Pérez Turner, y el gran clásico del siglo XX para violoncello solo. Oméyotl-Duality, de Salvador Torre, presenta un discurso disjunto de poderosos contrastes, con un montaje orgánico de gestos y modos de producción sonora que incluye no sólo las cuerdas sino también las tapas y los flancos del violoncello. En el contexto de un buen despliegue de recursos técnicos y de una evidente complejidad estructural, Torre logra atar bien los cabos de su discurso, añadiendo las indispensables componentes de dramatismo y expresividad.

Sept papillons (Siete mariposas), de la finlandesa Kaija Saariaho, es una obra sustentada, sobre todo, en una música atomizada, pulverizada, enrarecida, de cualidades iridiscentes, que ofrece al oyente numerosas riquezas, entre las que destaca aquello que podría llamarse la sutileza de la resonancia. Se trata de siete miniaturas fugaces y elusivas, pero a la vez elocuentes, que en varias partes de su trayecto permiten apreciar una rara y evocativa polifonía virtual. La de Saariaho es, sin duda, una de las voces musicales más atractivas y poderosas del momento.

Dedicada a la intérprete, la obra del italiano Maximiliano Viel titulada Tres haikus añade al violoncello una pista pregrabada de sonidos electrónicos, cuya virtud esencial es la abstracción, el propositivo alejamiento de lo anecdótico. Sobre el continuum sonoro de lo electrónico, el compositor propone una parte de violoncello muy diferenciada en la que procede más por contraste acústico que por analogía, y que en sus últimas páginas evidencia una intención formal cíclica.

La última obra del programa fue la indispensable Nomos Alpha, de Iannis Xenakis, pilar indiscutible del repertorio del violoncello de nuestro tiempo. Se trata de una explosión sonora de grandes proporciones (al margen de sus gradaciones dinámicas), con una energía incandescente que permite, como el caso de otras obras de Xenakis, percibir el sonido de una manera casi sólida, como si se tratara de un ente físico y táctil.

Del complejo tratamiento instrumental propuesto por Xenakis (surgido de la transposición musical de una serie de rotaciones de un cubo) surgen por momentos sonoridades fantásticas que parecen provenir de cualquier fuente menos de un violoncello. Buena parte de estos sonidos en su momento inéditos, nacen de la sabia y bien dosificada aplicación de la scordatura en la cuerda más grave del violoncello.

Dado el origen polivalente del proyecto La cellista es una instalación, podría pensarse en un recital que potencia los demás elementos a expensas de la música. Nada de eso: lo escuchado la noche del jueves permitió constatar que más allá del sustento conceptual, Natalia Pérez Turner preparó y ejecutó este complejo recital de música de hoy con gran seriedad y aplicación, ante un público que, venturosamente, rebasó la capacidad del pequeño espacio de la Sala Siqueiros.

 
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