Muertes incompletas
Los entierros "masivos", donde las personas son sepultadas como cuerpos sin historia, innominadas, sin lápidas, sin fechas de nacimiento y sin deudos, son una dolorosa y contundente realidad. Las guerras siempre han sido retrato de esos episodios: grandes fosas donde los amortajadores sepultan en una fosa a 10, 15 o más personas. En ocasiones los cuerpos son enterrados en féretros sin letras y en otras sólo con la última vestimenta. Da igual. El no destino y la no historia de quienes son inhumados sin lápida, sin memoria y sin ataúd son idénticos cuando se fallece sin nombre.
Las guerras contemporáneas muestran con frecuencia episodios donde los seres humanos mueren sin un mínimo recuento de lo que fue su vida. Morir sin historia de vida es la tónica de esos episodios. No es mera cuestión semántica ni filosofía barata: es mirar una de las facetas de las personas a través de la óptica de los muertos innominados o de los cadáveres que son sepultados como consecuencia de las guerras donde, como siempre, los inocentes son víctimas de la sinrazón. No se entierra al individuo: se sepultan restos humanos.
Lo mismo debe decirse de la creciente utilización de la decapitación: narcotraficantes e islamistas practican esa modalidad no como forma de muerte sino como un nuevo ejercicio donde la expresión vida pierde todo significado. Los desaparecidos, los que nunca regresan, son también parte de esas muertes sin historia o de esas muertes sin vida. Los desaparecidos son un conglomerado de seres humanos que no han fallecido pero que no están vivos. Dicotomía impensable y kafkiana pero real. Sin sepultura no hay muerte.
Los entierros masivos, los decapitados, los bebés abandonados en tambos de basura, los muertos que perecen en la calle y que nadie reclama y que son depositados en la morgue, son sendos ejemplos de esas muertes sin vida, de nuestro terror al horror y de nuestro horror al terror. Juego con el orden de las palabras no sólo por ejercicio o por el deleite, aunque en ocasiones duela, que representa colocar las ideas en orden distinto. Lo hago, más bien, porque las muertes incompletas exigen que la mirada penetre más hondo y que las pausas entre punto y punto inquieran más: el horror al terror y el terror al horror se inscriben en la misma realidad.
Escribir sobre las cenizas de esos cuerpos y sobre los grises de las incontables fotografías que muestran los periódicos a diario son ejercicios para penetrar y pensar en las muertes incompletas. Escribir sobre esas cenizas permite comprender cuál es la distancia y cuáles son algunos de los significados de esas muertes contemporáneas. Toda verdad habla. Las cabezas sin cuerpo no son sólo las historias de los decapitados: son una de las verdades del ser humano al igual que los cuerpos innominados cuyas vidas yacen sin norte, sin sur. Son cimientos de la verdad, de la verdad que no calla.
Es lamentable que las nefandas realidades se adueñen, poco a poco, de la cotidianidad. Es alarmante que esas noticias ocupen, cada vez con mayor frecuencia, las páginas de los periódicos como una costumbre o "como una forma de estar o de ser". Es también alarmante que como lectores nos sorprendamos cada vez menos ante lo que vemos.
Es cierto que la realidad es infinitamente compleja y con frecuencia impenetrable. En el caso de las fosas comunes, de los desaparecidos y de los decapitados la realidad pierde parte de esa infinita complejidad: nada más palpable, nada más crudo y nada más real que la muerte. Es imposible escapar a la veracidad del cuerpo inerte. Más aún cuando se habla de muertes incompletas o de las muertes que por incomprensibles nos deberían atañir a todos.
Fundamental, dentro del desgastado discurso contemporáneo acerca del "choque de las civilizaciones", es intentar darle valor a esas muertes sin final. Ignoro la forma y el camino. La prensa demuestra día a día que esa vía de morir no se agota y que las escuelas tradicionales del diálogo son vetustas e inservibles. Quizás hoy escribo para compartir mi ignorancia.
En La segunda venida, el poeta William B. Yeats decía que "los mejores carecen de convicciones mientras los peores rebosan de intensidad apasionada". Bien cierto: las guerras, las decapitaciones y las incontables muertes de seres inocentes son espejo de esas intensidades apasionadas e ilimitadas. Los librepensadores deben seguir intentando agrandar sus gestos, reverdecer sus palabras y trazar las líneas que configuren los nuevos rostros que hablen de paz y de no muerte. Deben inventarse las palabras que permitan que las vidas de los seres humanos finalicen con nombre y con historia.