Tiempos de fuego
Fuego blanco . Una vez, en alguno de sus incendios, el fuego tuvo frío y prefirió encender una hoguera consigo mismo a congelarse así nada más. El frío siguió. Era invierno. Ventiscas. Heladas. Caía nieve con el peculiar sonido acristalado y fino de las nevadas que son un matiz de la lluvia.
La costumbre del fuego es roja, amarilla, un poco azul o naranja. Pero esa vez, leña de su leña, el fuego se puso blanco, y no por pálido ni por nevado. Adquirió un brillo lunar digno de las alas líquidas en los tobillos de Mercurio como su diamante, su plata, su platino.
El frío calor de esa luminosidad plateó las brasas vivas, un alarde de orfebrería en movimiento, película de la velocidad. Y fue así que el fuego duró hasta el dorado despertar del calor de los días. Medianoche o mediodía, pero ciego nunca.
Fuego artificial . En las fiestas patrias, nada más natural que los fuegos artificiales, como se llama la pirotecnia vistosa y siempre bella que sucede a los atronadores cañonazos de la pólvora y cae en melenas de luz que se desvanecen en un fugaz resplandor y prenden la noche en su parpadeo.
De otro modo brillan los castillos y toritos en la invocación de la patria, no como en las celebraciones regulares de vírgenes y santos patronos en cuanta parroquia ande por ahí, pues convocan exaltaciones civiles que rememoran batallas verdaderas, lumbres que fueron mortales, clamores de otra especie.
Deliberados fuegos de San Telmo, entre más alto el mástil, más espectaculares sus asombros. La pirotecnia es la guerra de después, en el territorio de los niños, los globeros, los vendedores de manzanas cubiertas de caramelo rojo, chicharrones, banderitas, algodones color de rosa de azúcar despeinada.
Fuego interno . Encendida hasta el paroxismo del sudor, la masa corporal se sublima o consume a gritos en sordina que son gemidos, himnos involuntarios a la "pequeña muerte" del orgasmo.
Cenizas, humo, polvo disipado a la mañana siguiente. Donde hubo fuego habrá otra vez en cuerpos que sepan serlo con pasión entera y agua extensa. El fuego táctil no tiene un color definido.
Fuego enterrado . El suelo de la vereda vacila al ser andado, fango suelto o magma sin consolidar. Las pezuñas de los caballos se hunden como navajas. Las temperaturas se confunden, cambian a velocidad letal. La lava cristaliza cuando se enfría de inmediato.
Lo contrario ocurrió a las célebres figuras de Pompeya. La lava bañó los cuerpos vivos, los calentó de inmediato y los petrificó eternamente. Nada en ellos merece llamarse cristal. Son fuego enterrado.
Fuego, borroso fuego . No tenía prisa, pero quería todo, no sólo una parte. Desde la primera juventud, sin edad aún, Clara se trazó una ruta exigente, atroz a veces, pero segura. En el trayecto atravesó una temporal oscuridad apacible con los labios pintados de negro, y las uñas, y los pensamientos inconformes. Antes se había fundido en resplandores rituales en el colectivo nombre del Padre. Hizo coros. Buscó molde para el caos. Cruzó un océano de ida y vuelta. El tiempo la condujo y conoció un deseo en absoluto relativo ante el cual la fuerza de voluntad le fue intermitente, y la sabiduría sólo sensorial (si es que allí hay sabiduría). Al conocer el amor alcanzó una "edad" por vez primera. Hasta entonces tuvo tallas de ropa, grados escolares, recuerdos impresentables, problemas propios del crecimiento, aprendizajes rudos y otros sucedáneos de la "edad" donde vivir es peligroso. Hace daño. También amar hace daño, y detenerse no ayuda a remediarlo. Toda pasión es inexplicable. No tanteaba, ni especulaba. Los clavadistas se tiran de una vez hasta el fondo. Pese al nombre, ella era por momentos impenetrablemente oscura y allí parecía borrarse, pero sólo parecía.