Carlos Abascal, abucheado en cuanto apareció en el balcón del Palacio del Ayuntamiento
El Grito en el Zócalo devino en festejo del movimiento de resistencia pacífica
Tras el acto de Encinas, López Obrador se mezcló entre la gente que llenó la plaza mayor
Ampliar la imagen Festejos sin olvidar el agravio, ayer en el Zócalo capitalino Foto: Yazmín Ortega Cortés
Ampliar la imagen La Plaza de la Constitución anoche Foto: José Carlo González
Lo primero que hizo Andrés Manuel López Obrador cuando terminó la ceremonia del Grito fue bajar del templete y meterse entre la multitud que atiborraba el Zócalo coreando insistentemente su nombre, al cabo de una fiesta en la que la voz de Eugenia León inundó de música la luz de las estrellas y el espectáculo de los fuegos artificiales reveló la cohesión de una plaza unida. Esta vez no tanto por su apego a las tradiciones, sino por su hambre de un futuro inmediato distinto.
En el balcón del antiguo Palacio del Ayuntamiento, donde el jefe del Gobierno del Distrito Federal pronunció la letanía solemne del ritual septembrino y añadió un "¡Viva la soberanía popular!", los rostros felices de doña Rosario Ibarra de Piedra, de Alejandro Encinas y de sus respectivos acompañantes contrastaban con la cara tiesa, incómoda, cargada de angustias y de enojo del titular de la Secretaría de Gobernación, Carlos Abascal Carranza, a quien la gente le exigió a gritos que se fuera en el instante en que el representante de Vicente Fox se asomó para participar en la ceremonia.
A las 8 de la noche, nada auguraba la apoteosis que alcanzaría la fiesta. Menos de la cuarta parte de la plaza del Zócalo estaba ocupada por los visitantes, había enormes extensiones de asfalto vacío, los vendedores de garnachas, confeti, espuma, banderas, rehiletes, cachuchas, sombreritos, camisas artesanales y demás, no estaban haciendo su agosto en la exacta de septiembre. Era como si el miedo a que los partidarios de López Obrador y los devotos de la conmemoración pudieran trabarse en una lucha fratricida.
La víspera, bien entrada ya la noche del jueves, cuando los últimos campamentos habían sido desmantelados y el control perredista de la plaza se disolvía rápidamente, comenzaron a entrar grupos de personas jóvenes, sin vínculos con el movimiento, poseídas de la ira antiobradorista que todas estas semanas cultivó la televisión, y sin medir las consecuencias, dando rienda suelta a sus emociones primarias no tuvieron empacho en ponerse a gritar insultos a los de la resistencia civil pacífica que se estaban retirando.
Anoche, a saber por qué, todo fue distinto no sólo respecto de la víspera sino de años anteriores cuando la ceremonia fue encabezada por Vicente Fox. No había retenes de la Policía Federal Preventiva, ni agentes del Estado Mayor Presidencial, ni atmósfera de estado de sitio, ni la presencia inconsútil de una aristocracia invisible tras los balcones de Palacio Nacional para la cual el populacho constituía una amenaza que debía ser sometida a la más estricta de las revisiones. No, anoche, por el contrario, el clima era de total distensión, y los mínimos retenes de la policía capitalina eran amables fronteras por las que uno tenía que alzar los brazos y mostrar el cuerpo sin ser palpado para poder franquearlas.
Tampoco había antagonistas políticos, ni provocadores, ni simpatizantes del partido de la derecha católica, ni emblemas ni nada que aludiera o recordara la existencia del apellido Calderón. A las 9:30 de la noche, el Zócalo estaba lleno, hasta los topes, y era ciento por ciento expresión del movimiento de resistencia civil pacífica que desde la mañana del domingo 30 de julio se había plantado allí para emprender la lucha contra las instituciones electorales que escamotearon la victoria a López Obrador.
Expresiones populares
Carteles con leyendas contra Cuauhtémoc Cárdenas, a quien insistían en tachar de "traidor al pueblo" y muchísimos más que unían los apellidos López y Obrador a la palabra presidente, flotaban sobre la marea de las cabezas humanas bañadas por la luz de los reflectores que emanaba del templete, cuando Eugenia León se colocó en el proscenio y comenzó un recital de canciones populares que estrofa por estrofa el gentío le coreó, fortaleciendo la sensación de que ésa era la fiesta de los vencedores, no de la supuesta minoría que fue avasallada por una fuerza política más grande y poderosa que once semanas después del 2 de julio todavía no ha tenido, en ninguna parte del país, no digamos una noche sino tampoco siquiera una hora como ésta en que la maravillosa vocalista veracruzana volvió a conseguir que su cuerpo sonara intensamente como un instrumento nacido y cultivado a lo largo de épocas para cantar.
Regina Orozco, vestida de china poblana, sustituyó a Eugenia acompañada de un mariachi para aventarse una ranchera, pero una vez que ésta llegó a su término, Jesusa Rodríguez intervino para recobrar el micrófono y advertirle a la muchedumbre que la ceremonia del Grito estaba por comenzar.
Fue entonces cuando en el antiguo Palacio del Ayuntamiento Abascal Carranza apareció en el balcón de Encinas para recibir el inmediato abucheo de la gente, y para su fortuna, cuando el jefe de Gobierno de la ciudad terminó de gritar los vivas a los héroes de la Independencia, al prócer de la Reforma y a la soberanía popular, toda la plaza volteó al cielo en espera de los fuegos de artificio, pero éstos, como si al cohetero se le hubieran perdido los cerillos, tardaron cinco larguísimos minutos en iniciar su espectáculo, una tardanza que fue ampliamente recompensada por el estallido de miles de luces de colores que una y otra vez ascendieron al cielo describiendo tercamente la "V" de la victoria.
A decir verdad, mientras de Guanajuato llegaban reportes de que Fox había dado su Grito de prisa y debajo de un señor chubasco, la fiesta del Zócalo no parecía de ningún modo la de los vencidos, sino al contrario. Cosas de la vida que, bien decía Juan Rulfo, nunca ha sido muy seria en sus cosas.