Usted está aquí: viernes 15 de septiembre de 2006 Opinión Editorial

Editorial

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La decisión de última hora de la Presidencia de que su titular vaya a Dolores Hidalgo, Guanajuato, a presidir allí la ceremonia del Grito es, en el polarizado entorno político nacional, un positivo factor de distensión que amerita reconocimiento. En efecto, con esta determinación se minimizan los riesgos de confrontación en una de las tres fechas críticas del calendario político cercano: la de hoy en la noche, cuando parecía que el Zócalo capitalino sería escenario de dos festejos contrapuestos, el anunciado por la coalición Por el Bien de Todos, encabezado por Andrés Manuel López Obrador en la Plaza de la Constitución, y el del Ejecutivo federal, con el presidente Vicente Fox en el balcón de Palacio Nacional.

El otro momento de gran tensión y riesgo de violencia, el desfile militar de mañana, fue desactivado antes por el movimiento ciudadano, el gobierno de la ciudad y los mandos militares, entre quienes se acordó despejar el Zócalo por la mañana, para permitir la tradicional demostración castrense, y el retorno vespertino de los integrantes del movimiento de resistencia civil pacífica para inaugurar allí la convención nacional democrática a la que convocó López Obrador en días pasados. Queda pendiente el primero de diciembre, cuando, de acuerdo con las posturas enunciadas hasta ayer, Felipe Calderón Hinojosa tratará de tomar posesión como presidente de la República y la oposición lopezobradorista intentará impedírselo. Pero de aquí a entonces quedan dos meses y medio, y en ese lapso pueden ocurrir muchas cosas en la fluida situación de la crisis institucional y política en que se encuentra México.

Sin desconocer la prudencia del gesto presidencial anunciado ayer, debe señalarse que habría podido ser adoptado mucho antes y con ello se habría evitado llevar la circunstancia casi al extremo. Más aún, los elementos de juicio disponibles hacen pensar que la decisión fue tomada como resultado de intensas presiones procedentes del interior del propio gobierno y que se manifestaron por voz de senadores oficialistas que se unieron al exhorto a Fox para que no se hiciera presente en el Zócalo.

Por otra parte, no ha de desconocerse que la cancelación de la participación presidencial en la ceremonia del Grito de Independencia en el corazón político de México habría sido innecesaria si el propio foxismo no hubiese llevado al país a la circunstancia de polarización, confrontación e incertidumbre en que hoy se encuentra. En efecto, por más que el mandatario saliente asegure que la institución a su cargo no ha atentado contra la concordia y la unidad entre los mexicanos, lo cierto es que, en la segunda mitad de su mandato, Fox prácticamente no se dedicó a hacer otra cosa. El ejercicio faccioso del poder y la utilización de las instituciones para perpetuar al foxismo en Los Pinos y destruir a López Obrador a cualquier precio, las alianzas con grupos económicos de intereses contrarios a los de la nación, la descarada injerencia gubernamental en el proceso electoral que debió culminar en julio pasado y que ha desembocado en un impasse sin precedente, son, entre otros, los elementos de división y fractura surgidos y alimentados desde la Presidencia de la República.

Pero ayer se mostró en Los Pinos una actitud de prudencia, así haya sido forzada. Las decisiones relevantes que el foxismo ha tomado con acierto son tan escasas que no resulta difícil recordarlas: la marcha atrás en la construcción del aeropuerto en Texcoco-Atenco y la negativa a acompañar a Washington en la agresión militar contra Irak. Ahora, en el tramo final de su gobierno, presionado por su propio círculo y entre las ruinas del prestigio presidencial, adoptó la tercera buena decisión en casi seis años.

 
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