En la octava novillada el espíritu de Silverio se enseñoreó en la Plaza México
Con sendas faenas, El Payo y Mario Aguilar honran la memoria de El Faraón
Saldívar, empeñoso
Los de la Joya, bien presentados
Sigue muy suelta la arena
Ampliar la imagen Los nietos de Silverio dieron la vuelta al ruedo con la cenizas del matador Foto: Jesús Villaseca
Cuando al concluir el paseíllo medio se alcanzó a oír por el pésimo sonido local de la Plaza México que el juez Miguel Angel Cardona solicitaba un minuto de aplausos en homenaje al inmenso torero Silverio Pérez, el público, joven en su mayoría o que nunca vio torear de luces ni de corto al Monarca del trincherazo, prorrumpió en una cerrada, intensísima y conmovida ovación que se prolongaría por más de 10 minutos, mientras los nietos del Compadre daban la vuelta al ruedo, turnándose la urna que contenía las cenizas del último de los grandes entre los grandes toreros de la historia.
Quizá en el subconsciente de aquellos aficionados golpeteaba la certeza de que con la partida física del gran artista de los ruedos se iba también el último representante de un México que supo gustarse, respetarse y expresarse con decoro y con verdad.
La personalidad y el mundo silverianos como reflejo de unos tiempos en que las individualidades no solían alcanzar el encumbramiento al precio de su dignidad o la popularidad a cambio de la pedantería; épocas en que la imaginación superaba la solemnidad y el talento e inspiración de unos estimulaban los de otros; años, en fin, en que el hombre de México -desconocido o famoso- atinó a cultivar una manera de ser menos fallida.
En uno de los prólogos más brillantes que se hayan escrito a una obra taurina -Silverio o la sensualidad en el toreo, de Guillermo H. Cantú, el escritor Gabriel Zaid escribió en 1987:
"Hay que salvar las circunstancias de la vida mexicana en el papel, la tela, la pantalla. Necesitamos espejos de la realidad nacional para asumirla y asumirnos, con libertad cada vez mayor. Los villamelones de la cultura sienten que algunos temas son indignos del arte, que ciertas realidades no merecen teoría. Quizá por eso, tantas realidades nacionales siguen esperando historiador, analista, enciclopedia, centro de información, museo"...
"La vida mexicana (no ante todo como mexicana, sino como vida) merece ocuparse de sí misma, ni más ni menos que la vida ateniense o madrileña. Hacen falta teoremas a partir de la vida en México; en particular, sobre la vida frente al toro. Hacen falta tauremas", advertía el lúcido ensayista.
Transcurridos casi 20 años de tan certeras palabras, el México que ni ve ni oye se debate entre la alegre desneuronización sistemática y la dependencia disfrazada de globalización, precisamente porque demasiados espejos siguen enterrados y los que con grandeza y orgullo supieron reflejarnos, se están muriendo.
A la octava novillada en la México vinieron tres alumnos aventajados de la Escuela Tauromagia Mexicana, Arturo Saldívar, Octavio García El Payo, y Mario Aguilar, muy echados pa'lante, sobrados de afición y de valor, que hicieron cuanto estuvo en sus manos para alcanzar el triunfo frente a un bien presentado encierro de La Joya, cumplidor en varas pero que a excepción del segundo y sexto, acabó soseando y defendiéndose en la muleta, salvándose los muchachos de una cornada.
Conectando muy pronto con el tendido, El Payo, queretano con buena planta y mejor quietud, recibió con cuatro lances a pies juntos a su primero, Deportista, un berrendo en castaño bravo y muy bien armado, para luego del puyazo ejecutar tres gaoneras como un poste. La gente no daba crédito.
Inició la faena en los medios con cuatro estatuarios rematados con el de pecho, y luego se dio a torear con temple y largueza por derechazos. En uno de ellos El Payo fue prendido y sin mirarse la ropa se dio a torear por naturales. De pronto surgieron dos pases cambiados por la espalda increíbles, tanto por la quietud como por la proximidad de los pitones. Coronó su labor con un pinchazo arriba y una entera, en una de las faenas más emotivas de todo el serial y paseó orgulloso la bien ganada oreja.
Por su parte, Mario Aguilar, que en su primero anduvo valiente pero nervioso, realizó con el que cerró plaza y en medio de inoportuna lluvia y fuerte aire, un meritorio y por momentos inspirado trasteo con la mano diestra a un novillo que regateaba las embestidas. Se fue tras la espada, dejó un estoconazo hasta la empuñadura y el público, emocionado desde el inicio del festejo, demandó la oreja, que fue concedida.
Cualidades tiene Arturo Saldívar, primer espada, pero necesita olvidarse de las poses y de banderillear para concentrarse en un verbo: estructurar.