Antrobiótica
Intermedio: dos líquidos transparentes
Ampliar la imagen Una gota de agua se desliza por la hoja de un rosal, en un parque de Ammán, Jordania FOTOReuters
ME GUSTA ESTE soneto:
Yo quisiera vivir en el sosiego
y despertar temprano en la mañana,
beber agua, comer comida sana
y quitarme lo brusco y lo rejego.
Quisiera terminar este trasiego
de vodka, chicharrón y carne humana
y ver a la lechuga como hermana
con los ojos en blanco de borrego.
Yo querría rezar; cantar Ho Sanna;
querría ser más tonto que un galego
perdido en la planicie vaticana.
Yo quisiera ser mudo, sordo, ciego
para no ver el culo de La Diana
y venerar la tilma de Juan Diego,
MENOS POR SU innegable simpatía que por tratarse del único que yo conozco en que se incluye al amado vodka. (Quién sabe sonetos, pero poemas vodkianos hay muchos, como aquel que comienza "Cuando un hombre / llega, aburrido, tira / la chaqueta en la cama, se sirve un vodka, y/ con rostro impenetrable / conecta el aparato de la televisión", y donde José María Alvarez termina gritándole sus verdades a Sharon Stone: "Meter la lengua en esa boca / y recibir la suya, debe ser / ¡Dios! como la sacudida en la inteligencia cuando / se lee a Shakespeare o a Borges, o a Nabokov, como / lo que debió sentir Colón / al oler la tierra...", o aquellos en que Karmelo Iribarren enuncia los extremos de su tedio.) Pero el vodka es un alcohol de prosa, de duros párrafos que no se detienen en puntitos, sino son una larga mentada y bajan por la garganta como bajaría un azotador, como en un texto del ruso Vladimir Stakhov; me acuerdo que en Tver había una tienda y en la tienda un aparador todo cochambroso y en el aparador botellas como de leche tapadas con aluminio y el líquido que traían adentro era color lila, el único vodka color lila, y nadie nos iba a decir si estaba adulterado, había que probarlo, y cogimos dos botellas y las llevamos al campamento y nos sentamos al fuego, qué pinche frío hacía y el frío nos dio valor y abrimos la madre esa y nos arrancó el aliento, las mandíbulas se nos trabaron y la lengua sangraba entre los dientes, la garganta se nos contrajo y el estómago se revolcaba de dolor y ya no quedaba otra opción que tomárnoslo todo, qué más daba, carajo, si de cualquier manera teníamos las vísceras de fuera, las lágrimas se nos salían de los ojos, y ahora el vodka no es lo mismo, se perdió su espíritu, su emoción se fue al demonio, es un producto más, es un anuncio en la calle en las revistas en la tele y ya, se perdió su poesía, su mythos, su métrica y su verso al coño, la suya ya no es la prosa de Dostoievsky o de Tolstoi, es la prosa del mercado libre, yo quisiera volver a beber como entonces y vomitar otra vez sobre la nieve y que en ese vómito hubiera una promesa y una música...
NO HAY MEJOR ciudad en el mundo para ser esnob que París; no hay mejor lugar en París para ser esnob que el bar de aguas de Colette, concept shop (¡dios!) de la rue Saint Honoré, especializada en inutilidades carísimas, agendas como la divertidísima Bad-hair day planner, a cada uno de cuyos días corresponde un peinado espantoso; calendarios de Caperino & Peperone (las mascotas del local); estuchitos para el iPod entre lo naco y lo ultrachic (que suele ser lo mismo); relojes de 10 mil euros; vasos y extravagancias del lujo (como la Eau de Colette, perfume de una mediocritas nada áurea). El bar de aguas está en el sótano.
EN VERDAD SE necesita un espíritu o muy mamón o muy ovino para tragarse la idea de un bar de aguas. Water Bar, nombre imaginativo donde los haya, además de una cocina accesible, fresca y sencilla de inclinaciones vegetarianas -o flexitarianas, pues se permite de repente la intrusión de un club sándwich (París es, se ha dicho, la capital mundial del club sándwich: favor de recordar el del lobby del Plaza Athénée, une carte minimaliste où le club sandwich se décline en version moderne ou classique)- y buenos postres; además de un diseño ingenioso y transparente, tiene una fulera carta de 90 aguas producidas en cualquier parte del mundo.
Y A CATAR: he aquí la Macquarie Valley, proveniente de Australia, cuya peculiaridad radica en que el manantial del que brota está en un parque nacional; he aquí algo un poco menos oscuro: la austriaca Römerquelle, en versión ohne: sin gas, que baja derechito de los Alpes (a propósito: nadie ignora que el agua de la llave en el centro histórico de Viena es una de las más "sabrosas" del mundo; cuando menos, de las más frías); he aquí la clásica Volvic, que fluye en el parque nacional Auvergne en el mero centro de la France; también sin gas viene la botellita de Cloud Juice, que contiene 7 mil 800 gotas de lluvia de Tasmania; he aquí la gringa Mountain Valley, cuyo sabor "no puede ser duplicado gracias a su ciclo de vida de 3 mil años a través de estratos de esquisto, arenisca y piedra caliza"; he aquí una mucho más joven: la Fiji Water, que brota de lluvias que cayeron en la isla de Vitti Levu hace 450 años; la noruega Voss, de burbuja ligerísima, "una de las aguas más puras del mundo": brota de un manto acuífero envuelto por roca y hielo; la Hildon de Inglaterra, cuya botella parece de gin, y cuyo sabor, aseguran los sommeliers acuáticos, es "equilibrado, puro, límpido"... (¿No le dijo Borges al agua, por ahí, "Agua, te lo suplico. Por este soñoliento nudo de numerosas palabras que te digo, acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo. No faltes a mis labios en el postrer momento"? ¡Ah, el desamparo de vivir lejos de Colette!)
EL ASUNTO, CLARO, es olvidarte de Tehuacán e Ixtapan de la Sal, llevarte la nariz bien respingada y fingir un creciente interés en algo que es, finalmente, incoloro, inodoro e insípido.
LA PROXIMA SEMANA: ¿Querías drogas?