Vicente Fox: un presidente agónico
Antes de ir al Congreso a presentar su informe, el presidente Fox se encomendará a la Virgen de Guadalupe, como hizo al tomar posesión. En la Basílica hará el balance íntimo de los últimos años y luego se dirigirá a la realidad, es decir, al infierno. En seis años, el presidente de la alternacia dilapidó el llamado "bono democrático", las esperanzas de millones en el cambio y ahora nos deja un país más dividido, marcado por el influjo del clasismo, el temor irracional a la revuelta de los de abajo y la incertidumbre sobre el futuro: el espíritu democrático del año 2000 se trocó en la intolerancia de hoy, en las tentaciones represivas que no son ajenas a las elites.
El presidente Fox hizo esfuerzos inauditos para no gobernar, es decir, para eludir la responsabilidad de representar en cada conflicto el interés general. O peor, para hacer de la abstención política (la suya, claro) una línea a favor de ciertos privilegios. "Y, ¿yo por qué?", responde a quienes piden la intervención presidencial para frenar el despojo de las instalaciones de Canal 40.
Pero entre todas las fallas, los aciertos y las simples equivocaciones de un Presidente novato en una situación inédita, hay una que se registrará como su herencia personalísima, a saber: la alteración de las reglas del juego democrático para dar continuidad al proyecto de la derecha. Menciono dos momentos escandalosos: el primero ocurre cuando Fox permite que la precandidatura presidencial de su mujer, Marta Sahagún, se despliegue desde Los Pinos, faltando el respeto a las instituciones que dice encabezar. Y, el más grave: cuando el mandatario decide impedir que la izquierda, con Andrés Manuel López Obrador a la cabeza, pudiera vencer en 2006.
La historia es bien conocida. Existen crónicas periodísticas, versiones en video, un cúmulo de evidencias circunstanciales jamás desmentidas, pero también están a la vista de quien quiera verlas las actuaciones del procurador general, las intervenciones de los diputados que votaron a favor de retirarle el fuero al entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal. Ninguna otra decisión posterior podrá borrar de la memoria la enorme injusticia cometida en nombre de la legalidad. El resto ya se sabe: el uso y abuso de los programas sociales para requerir el voto de los que nada tienen, las abrumadoras campañas publicitarias del gobierno en coincidencia sospechosa con las del candidato oficial, el despliegue de la imagen presidencial con fines partidistas.
Fox no entrega buenas cuentas. La normalidad democrática está quebrantada. La situación, lejos de mejorar empeora día a día; junto con la irritación crece el fantasma de la ingobernabilidad, la sombra de la violencia. Las decisiones del tribunal electoral de algún modo cerrarán el conflicto poselectoral, pues son inapelables, pero el problema político permanecerá acompañando al nuevo gobierno. Al respecto, sorprende la insensibilidad de los círculos de poder para no aceptar el recuento de los votos que ofrecía una salida digna y constructiva para todos, pero, como es costumbre, éstos se negaron a escuchar otras voces que no fueran las de sus intereses. Tal es la herencia del foxismo. Tal es la fragilidad de nuestra vida pública. El mismo Presidente que en el año 2000 ostentaba la legitimidad democrática de su régimen pronunciará su último informe en un Congreso cercado por las fuerzas del orden. Síntoma de los tiempos. La confianza se ha roto y será difícil restablecerla.