3.2 por ciento
De acuerdo con un estudio de Caixa Catalunya, en la década 1995-2005 la llegada de inmigrantes a España impulsó en 3.2 por ciento el crecimiento del producto interno bruto del país. Sin la inmigración, sostiene el documento, el PIB per cápita se habría reducido en 0.6 por ciento anual en vez de crecer, como lo hizo, en 2.6 por ciento.
No es el único caso. En la mayor parte de los países europeos el crecimiento económico registrado en los últimos años se convertiría en decrecimiento si se le restara la contribución de los extranjeros: sin ellos, la economía de Alemania habría experimentado un crecimiento negativo de -1.5 por ciento y la de Italia, de -1.2. En su conjunto, la Unión Europea, que tuvo un incremento anual promedio de 1.79 del PIB per cápita entre 1994 y 2005, habría perdido cada año el 0.23 por ciento del tamaño de su economía si no hubiera recibido inmigración alguna.
En términos demográficos, los extranjeros aportaron 76 por ciento del incremento poblacional, con 11 millones 900 mil de los 15 millones 700 mil nuevos habitantes. En Alemania e Italia la llegada de inmigrantes ha contrarrestado incluso las tendencias a la disminución, en términos absolutos, de la población local (El Mundo, 28 de agosto).
No es probable que los gobernantes de los países ricos (en Estados Unidos de seguro ocurre algo similar, aunque no hay datos) desconozcan estos hechos ni que, conociéndolos, estén decididos a evitar que crezcan las economías de sus respectivas naciones. Sin embargo, en la porción próspera del mundo, las políticas orientadas a impedir, perseguir y penalizar la inmigración se acentúan día con día y, con ellas, el llamado "costo humano" del fenómeno: la prohibición de libre tránsito se traduce de manera cotidiana en incontables seres humanos ahogados, balaceados, calcinados, presos, deportados, torturados y humillados, tanto en las riberas del río Bravo como en el Estrecho de Gibraltar, lo mismo en las costas del Pacífico centroamericano que en el norte de Africa.
El viejo continente y Estados Unidos impulsaron e impusieron una globalización despiadada para, después, convertir sus territorios en enormes fortalezas medievales. Hay que detener a toda costa a esos nuevos bárbaros desharrapados que llegan por oleadas, con una mano atrás y otra adelante, a impulsar la productividad, el consumo y el crecimiento económico en general. Hay que conseguir a toda costa que en el imaginario colectivo el trabajador extranjero sea identificado como terrorista, violador, ladrón, traficante de drogas. Hay que invertir parte de ese crecimiento económico logrado gracias a los migrantes en nuevos dispositivos electrónicos de vigilancia, en armas de fuego y en barcos patrulleros para que los nuevos aspirantes la tengan un poco más difícil y se incrementen sus posibilidades de morir en el intento.
El despropósito de la persecución de migrantes es uno de los ejemplos más grotescos y ofensivos de la irracionalidad en que naufraga el mundo contemporáneo. Dicen quienes mandan en él -es decir, los dueños reales y políticos de las economías desarrolladas- que la idea consiste en establecer reglas más racionales, maneras más humanistas y formas más benéficas de ejercer el poder. Tal vez un día de éstos lo consigan.