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HUGO GUTIÉRREZ VEGA
UNAMUNO E IBEROAMÉRICA (II DE XI)
En esta larga historia de encuentros y desencuentros brilla el genio de Rubén Darío y, en el siglo XX, con excepción de los años de la "cultura hispánica" de los espadones y sus pistoleros retóricos –y aun en esos años de clausura hubo gentes que, burlando las estrictas vigilancias, se comunicaron con el peligroso mundo ultramarino; pienso en Luis Rosales y sus Cuadernos Hispanoamericanos–, los contactos e intercambios han sido numerosos y cada día más ricos, a pesar de las suspicacias, de los conflictos coyunturales y de las cofradías culturales de espíritu mafioso. Es claro que un lazo de unión es la actividad editorial. Recientemente, y sin acrimonia alguna, un poeta peruano me decía que en los Siglos de Oro hacían la literatura castellana Cervantes, San Juan, Quevedo..., mientras que en nuestro siglo la hace Carmen Balcells. La caricatura es gruesa, pero describe bien algunas de las características de la poderosa industria editorial española. Esta es harina de otro costal, pero pertenece al tema de este ensayo, pues Unamuno mostró su preocupación por que se publicaran en la Península los trabajos de los iberoamericanos. Lo hizo de manera especial con José Asunción Silva, poeta al que profesaba una gran admiración. Sabía de memoria algunos fragmentos de su bello y angustioso "Nocturno". Admiraba también a José Enrique Rodó, a quien consideraba como "una de las más acendradas y legítimas glorias del pensamiento hispanoamericano contemporáneo"; y coincidía con él "en la idea de la América como una grande e imperecedera unidad, como una excelsa y máxima patria, con sus héroes, sus educadores, sus tribunos; desde el Golfo de México hasta los sempiternos hielos del sur". Unamuno iba más lejos; en una carta habla de las literaturas nacionales como partes de un todo unido por la lengua común. Años más tarde, Fernando Pessoa coincidía con la idea unamuniana al afirmar que su patria era la lengua portuguesa.
Unamuno estudió a fondo los planes y manifiestos de Simón Bolívar, personaje al cual hizo el mayor de los homenajes: considerarlo quijotesco. Así, asegura que en el sueño bolivariano se incluían las independencias de Cuba y Puerto Rico para "establecer un equilibrio permanente entre la gran República de origen inglés y las repúblicas de origen español".
Lector constante, Unamuno encontró en libros de reducida y especializada circulación, como La historia constitucional de Venezuela, de Gil Fortoul, los temas y personajes americanos que despertaron su interés y, en algunos casos, su admiración. En el ensayo sobre el Bolívar quijotesco, advierte que siempre le han interesado "más los individuos que las muchedumbres, las biografías más que las historias generales y la psicología más que la sociología". Por eso ve en el Facundo, de Sarmiento, la lucha entre un civilizado y la barbarie, y se entusiasma frente a la convocatoria hecha por Bartolomé Mitre a Belgrano y San Martín para "agrupar en torno de ellos la historia de la emancipación de las repúblicas sudamericanas".
Pensaba que debido a los constantes luchas, América había dado más hombres de acción que de pensamiento puro o contemplativos. "Sus Aquiles superan a sus Homeros", dice cuando habla de Belgrano, Rivadavia, Moreno y Benito Juárez. Además, cuando se refiere a las Cartas quillotanas, de Alberti, reconoce como característica loable de los historiadores americanos hablar preferentemente del "amor a la libertad más que fomentar el odio personal a los malvados". Veía en América (a la que estuvo ligado por razones familiares, pues un pariente cercano anduvo en las plantaciones de tabaco de Nayarit, en el occidente de México) una especie de riquísimo magma en proceso de formación. Por lo tanto, tenía las imperfecciones o los rasgos apenas esbozados de los cachorros que se ven obligados a luchar sin tregua para ser ellos mismos, ponerse en pie e iniciar su propio camino que es producto, sí, de la tradición a la que pertenece, pero nuevo y original, pues se hace con las rupturas y contradicciones que, en un proceso dialéctico, intenta crear una síntesis cultural. Una España de ultramar con la misma lengua, una religión que engendra una cultura, es decir una cosmovisión, y muchas cosas en común, es cierto, pero también algo nuevo formándose en los inmensos panoramas americanos, algo nacido de esas distancias interminables, de las profundas selvas, de las cordilleras y desiertos. Algo nuevo y, por lo mismo, distinto a las razas que participaron en el arduo proceso del mestizaje, producto de la mezcla y diferente a las características de los elementos conjuntados. Por eso, cuando habla de Bolívar, don Miguel hace hincapié en el hecho de que, en su tiempo, "América era una crisálida" y, por lo mismo, era necesaria "una metamorfosis en la existencia física de sus habitantes".
(Continuará)
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