Usted está aquí: martes 22 de agosto de 2006 Opinión Son para Mono Blanco

Ishtar Cardona

Son para Mono Blanco

Ampliar la imagen Fandango en Tlacotalpan FOTOFabrizio León Diez

Hace algunos años, un ensamble llamado Mono Blanco se presentó en concierto en un teatro parisino, cuya programación se dedica principalmente a las músicas regionales del mundo. Al final del encuentro, la sorpresa y el gozo de la gente se manifestaban ante el hecho de no haberse topado con los sonidos y las imágenes de un México que la mayoría del público pensaba iba a hallar...

Entre los grupos que se formaron a la salida del teatro, se encontraba Amin Diop, migrante senegalés y estudiante universitario. Todavía recuerdo claramente cuando me tomó del brazo para preguntarme: ¿Tú también eres de Veracruz, verdad? Dime, ¿por qué eso sonó como si yo también lo pudiera cantar y bailar?

La historia reciente del son jarocho ha sido una tarima claveteada desde la memoria antigua, producto del mestizaje, o en todo caso hibridación, de distintos universos culturales que han abierto el juego múltiple de espejos de las pertenencias identitarias.

En esta tarima del son jarocho, que desde hace algunas décadas comenzó a revivir, ahora se suben nuevamente a fandanguear las distintas adscripciones que han conformado, a lo largo de los siglos, el lenguaje propio a la música sotaventina, y en este lenguaje se ponen a platicar lo canario con lo aragonés, lo árabe con lo náhuatl, y todas estas herencias esperan el compás, la respiración, el tiempo que le ha sido conferido en gracia a Veracruz desde Africa. Nuestra tercera raíz puede no verse a través del prisma del nacionalismo mestizo y homogéneo que durante años conformó nuestro imaginario institucional, pero esta raíz ha dado frutos que se manifiestan por medio del gesto cotidiano, del habla, del comer, de la música. Como lo ha dicho Luz María Martínez Montiel, lo negro siempre estuvo en casa.

Sin embargo, para que este diálogo se reactivara, para que pudiésemos volver a encontrarnos con lo negro que se ahogaba bajo el blanco de los holanes que poblaban el ideal jarocho, fue necesaria la presencia de personas que han generado mediante la práctica musical una serie de debates sobre la tradición y sus orígenes, personas que han volteado a ver lo que de diferente tenemos en nosotros mismos, hasta donde nos alcanzan las similitudes y las diferencias, y que al reconocer la pluralidad de fuentes en las que abreva el son, se han abierto para invitar a otros a unirse y que la fiesta no termine, por el placer de reventarse un fandanguito en comunidad, para hacerse oír y afirmar que lo que nos hace felices no puede desaparecer por las reglas estandarizadas del mercado mundial o las visiones uniformes del Estado nacional.

Al interior de eso que ha sido denominado movimiento jaranero han surgido figuras, como Gilberto Gutiérrez Silva, que buscan nuevamente darle sentido a la práctica musical como algo íntimamente ligado al yo con los otros, como una experiencia que nos da unidad en la diversidad y frente a la fragmentación. Grupos y personas que han sabido comunicarse y comunicar sus múltiples herencias a través de lo que mejor saben hacer, de lo que aprendieron natural a su tierra aún si debieron de irlo a buscar fuera de ella.

Porque la música jarocha hacía rato que se había dormido en Sotavento. Durante un tiempo se cubrió de encajes carísimos y se puso a viajar para representar oficialmente a la cultura nacional, a esa que se anuncia con mayúsculas, a la que todo lo vuelve homogéneo para recibir aplausos sin complicaciones ni culpas. Y el son, tan negro como español e indio, seguía dormidito en Santiago, en San Andrés, en Medellín, en Alvarado, en Saltabarranca y hasta en el mismo puerto. El son dormitaba dentro de las jaranas colgadas en las paredes y en el espíritu de algunos memoriosos. Pero un día se despertó al trote de ciertos que se fueron con la bendición de Mono Blanco y que en otros lados vieron luces que les recordaron la suya propia, compleja, heterogénea. Y se juntaron con los que se habían quedado a cultivar un recuerdo que nunca quiso ser meramente pasado. Y la música de falda floreada volvió a acomodarse en las fiestas y a rodar entre los chamacos, a provocar risas pero también dudas. Tratar de definir la esencia de algo que sentimos muy íntimo, pero que no nos es exclusivo, puede provocar agarradas llenas de terquedad y cerrazón, porque estamos discutiendo sobre algo que nos llega hondo, que nos puede doler, porque a fin de cuentas estamos hablando de nosotros mismos. La afirmación identitaria también puede provocar el enclaustramiento y la negación del otro.

Sin embargo, esta nueva etapa del son jarocho también nos ha señalado la vereda del diálogo en comunidad, porque para hacerlo vivir y echarlo a andar era necesario juntarnos, que el fandango no se hace con uno solo. Por más que en ocasiones vuelen de un lado a otro miradas y palabras llenas de suspicacia porque no nos gusta como el de enfrente está agarrando la jarana, en todo esto han podido más las ganas de que nuestra casa común se llene de cascabeles y pájaros cú. Talleres, seminarios, festivales, encuentros acá y del otro lado del mar han surgido de la pura voluntad de tocar y bailar. Siguiendo el camino iniciado por Mono Blanco hace ya casi 30 años, algunos han hallado la manera de vivir por el son -y no del son-, buscando métodos para moverse en escenarios y disqueras sin perder esa raíz que parece una, pero que nace de muchas, y que no podría sostenerse sin anclarse en la experiencia comunitaria.

No resulta exagerado decir que, para aquellos que nos dedicamos al estudio de las manifestaciones culturales, la labor de Gilberto Gutiérrez nos ha abierto un espacio amplio para la reflexión sobre la creación artística en el México multicultural, cruzado por tantas huellas, marcado entre otras presencias por la traza africana, de la que puntualmente habló Gonzalo Aguirre Beltrán.

Como todo cambio de piel, el proceso de redescubrimiento de las variadas filiaciones identitarias en el son de Veracruz ha sido lento; sin embargo, creo que aquí se está pariendo una forma nueva de crear dentro de una lógica de reconocimiento de lo propio, múltiple y diverso. Con los límites que significa dedicarse a la música como una de las muchas formas en que se manifiesta la experiencia humana. Pero me gusta acordarme de esta historia, porque me cuenta de gente que transforma realidades -tan grande que esto suena- mediante el mero gesto de desear. Y que aprendió que tocar es un placer compartido, y que para compartir hay que soñar juntos. Y que el sueño no es fútil y que la música, como toda expresión del sueño, es necesaria para la vida buena, y que quien se dedica a eso nos es imprescindible. Que es posible hablar de raíces, tan necesario en nuestro globalizado contexto actual, sin negar el sueño de los demás.

Cuando aquel estudiante senegalés me preguntó, hace algunos años en París, por qué la música de Mono Blanco le sonaba propia, yo no pude menos que platicarle sobre un jaranero llamado Gilberto Gutiérrez, que sintió como propia y natural la música que tocaba hace siglos un negro parado en los portales de la merced del puerto de Veracruz.

*Discurso pronunciado en la ceremonia de la entrega de la medalla Gonzalo Aguirre Beltrán, a Gilberto Gutiérrez Silva, el 12 de agosto pasado.

 
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