Dar en el blanco
Hace tiempo que algo grave me sucede con el color blanco: la otra cara del negro empleado como símbolo muchos años atrás en Italia. El blanco que pretende representar la pureza. El traje de novia, por ejemplo, que así aludía a la virginidad de la joven a punto de ser iniciada por su marido, al que no se le solicitaba esa misma condición.
El blanco que proclama las bondades de quienes se sienten dueños de una verdad irrefutable. El blanco nos identifica, dicen. Y así dijeron aquellos que portaban un guante blanco algún lejano 2 de octubre.
El blanco de la paloma en la bandera de la ONU que mira de lado evitando detenerse en un panorama omitido por el imperio pese a su claridad. El mundo proyecta parajes desolados por la crueldad que los más fuertes -con venia tácita- dejan caer sobre los otros. La blanca paloma cierra, entonces, los ojos.
Y ahora el blanco vuelve a ser invocado -entre nosotros- para destacar la nívea limpieza de intenciones. Los que estamos seguros de que la razón nos asiste, portemos el blanco. Pero el blanco es la otra faz del negro. Hay algo de absoluto en ambos rostros. Algo que conduce sin remedio a la intolerancia. A la descalificación. A proclamar una certeza sin fisuras: la nuestra. La de los que nos ataviamos de blanco para irradiar nuestra bandera, la bandera de la gente buena. Y yo me pregunto, ¿de la gente buena o de la gente que opta por una ceguera a conveniencia?
Porque el blanco -donde quieren cobijarse muchos- guarda en sus entrañas la ceguera: vi blanco, se dice cuando no se ve nada. ¿Y no será eso lo que está sucediendo? No se puede ver más allá de los pequeños límites de una clase media aterrada de que los desposeídos encuentren un sitio menos duro. Esa gente que los de blanco se niegan a ver. O que ven algunas veces con desprecio disfrazado de cierto trato condescendiente cuando las cosas se salen de su cauce.
¿Por qué, me pregunto, es tan sencillo cerrar los ojos a una realidad que grita sus carencias? Pero el zureo de las albas palomas se convierte en heraldo del miedo. Ese blanco invita a la defensa de los privilegios -sin detenerse a meditar si ello es justo- frente a una multitud que mira lo insalvable de las distancias.
El blanco es peligroso al negar otros matices. La humanidad va vestida de muchos colores. No todo es blanco. Ni negro. Nunca lo ha sido. Sin embargo, el blanco busca convencer de un mensaje de limpieza sin mácula.
Quienes portan los colores nacionales también incurren en excesos, pero me parece que, al menos, esta estampa tricolor resulta ser más abarcadora. La bandera es de todos nosotros. El blanco es de quienes hacen alarde de una pureza inexistente o en tantas ocasiones mentirosa.
Y digo aquí que yo también estoy a favor de la concordia, pero de una concordia que incluya a más personas. Que no se detenga en unos cuantos. Que acoja a la población en amplio. Finalmente, la verdad, esa "gran verdad", nos elude a todos. Y el blanco no será nunca su único propietario.
¿Por qué resulta tan difícil aceptar que los otros también comparten alguna de sus múltiples facetas? ¿Por qué el blanco se instaura como símbolo de algo intangible como una nube?
¿Será que el blanco también tiene problemas? ¿Será que guarda rasgos de una muy honda y muy oscura hipocresía?