Fidel y Cuba
La noticia de que Fidel Castro había sido sometido a una cirugía que lo obligaba a alejarse provisionalmente de sus funciones produjo honda conmoción en Cuba, donde es la persona más querida y admirada por la mayoría de la población. Lo mismo ocurrió con muchos en el mundo que ven en Fidel el símbolo vivo más alto de la revolución social, la valentía, la honradez, la nobleza y la solidaridad con los pobres de la Tierra. Millones hacemos votos por su pronta recuperación.
Fidel es la rebeldía personificada contra los dogmas en la lucha revolucionaria. Nadie en la segunda mitad del siglo XX ha enriquecido como él la práctica y la teoría de la revolución socialista y de la lucha antimperialista. Varias generaciones de cuadros cubanos se han formado en su escuela de dirección política, signada por la persuasión y la forja del consenso nacional, uno de sus legados más importantes.
La historia no sólo lo absolvió, sino que ha de colocarlo en uno de los sitiales supremos de quienes han bregado por la emancipación de los pueblos. Así lo confirman las prodigiosas realizaciones de la revolución cubana en la creación de una sociedad, perfectible sí, pero donde prevalece la fraternidad como premisa de las relaciones entre sus integrantes.
Lo confirma también el ejemplo de apego a las ideas socialistas e internacionalistas mostrado por Cuba después del derrumbe del socialismo europeo y de la ofensiva neoliberal. La persistencia de ese paradigma ha ejercido importante influencia moral en el surgimiento de los nuevos procesos liberadores de América Latina.
El liderazgo de Fidel fue decisivo durante una etapa. La revolución cubana probablemente no se hubiera producido sin la singular creatividad política con que su jefe histórico elaboró y puso en práctica la estrategia y la táctica que unieron al pueblo para vencer a la dictadura de Batista y más tarde enarbolar las banderas del socialismo frente a la constante agresividad de Estados Unidos.
Fidel resultaba difícilmente sustituible cuando todavía los cubanos no habían alcanzado los excepcionales niveles de educación y conciencia política impulsados por él precisamente. No le decimos al pueblo, cree; le decimos lee, afirmó un día. El Partido Comunista de Cuba es reflejo de esa realidad. Como ha expresado Raúl Castro, es a éste a quien, llegado el caso, le correspondería heredar la confianza depositada por el pueblo en su líder histórico.
Aunque la presencia de Fidel será un estímulo adicional hasta el fin de sus días -y lo será su impronta mucho después-, la revolución cubana no depende ya de nadie en particular para seguir su curso victorioso y esto se está demostrando fehacientemente durante la convalecencia del líder con el grado de madurez y responsabilidad política exhibido por los dirigentes y el pueblo de Cuba, que hasta los medios de información hostiles se han visto obligados a reconocer.
La reacción de odio histérico de una minoría en Miami ante la enfermedad del presidente cubano no hace más que consignar su impotencia frente a una revolución que su amo, el imperialismo yanqui, no ha podido derrotar en casi medio siglo pese a haberlo intentado obsesivamente.
Las desvergonzadas declaraciones injerencistas de Bush El Nazi y sus voceros, como si de la noche a la mañana Cuba fuera a retornar al pasado ignominioso de protectorado estadunidense barrido por la revolución, se han estrellado contra una población firme y serena en su identificación con sus líderes, los veteranos y los más jóvenes. La revolución cubana se asienta en ideas de justicia, dignidad y solidaridad firmemente instaladas en la conciencia popular, que no pueden ser erradicadas mediante decretos imperiales.
La transición a la democracia americana y al "libre" mercado del plan Bush es rechazada por un número abrumador de cubanos. Y es que una transición inversa ocurre en Cuba desde 1959. De una sociedad neocolonial dependiente del imperialismo, donde las mayorías no contaban, a una socialista cuyas instituciones se basan en el poder del pueblo.
Por ello la transición que Bush quiere en Cuba sólo podría aplicarse mediante una intervención militar luego de que no quedara vivo nadie en la isla. Pero esa eventualidad es impensable porque el gobierno que en Washington se decidiera por una aventura semejante no tardaría en caer bajo el peso de la insoportable resistencia cubana, del repudio internacional y de los propios estadunidenses.