Usted está aquí: jueves 27 de julio de 2006 Opinión El IFE

Adolfo Sánchez Rebolledo

El IFE

En una acción sin precedente, la coalición Por el Bien de Todos interpuso una demanda penal contra los consejeros y el presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), la cual corre paralela al conjunto de impugnaciones que ya se presentaron ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Sin duda, estamos ante una situación muy grave que afecta el presente y el futuro de una institución catalogada como "modelo", dentro y fuera del país. Hay quien ha llegado a decir -y no metafóricamente- que "el IFE ha muerto". Difiero de esa afirmación.

Preservar al IFE como una institución autónoma, no sometida al gobierno o los partidos, debiera ser una preocupación general, más allá del juicio particular que nos merezca su actuación durante el proceso que aún no concluye. En todo caso, hay que evitar "lanzar al niño con el agua sucia de la bañera".

No se olvide que, para cualquier fin práctico, el IFE es algo más que su Consejo General: los funcionarios de carrera, ocupados en las diversas áreas de trabajo, están allí porque fueron cuidadosamente seleccionados por concurso y, en rigor, lejos de ser una penosa burocracia constituyen el mayor capital del organismo, la mejor garantía de eficacia y responsabilidad. Como cualquiera, pueden cometer errores en el ejercicio de sus funciones, pero las normas internas y el propio modus operandi del instituto, con sus mecanismos de supervisión y contrapesos, permiten corregirlos y superarlos.

De naturaleza muy diferente son los "errores" que se generan en la cabeza de la institución, la cual suponemos todos, ha de ser objetiva e imparcial, es decir, apartidista. Por cierto, la llamada ciudadanización de la autoridad electoral no excluye la participación institucional de los partidos que se da en todos las fases y niveles de actividad, pero sí exige que cada asunto se observe bajo el prisma de la ley, atendiendo siempre al interés general.

Por supuesto, la imparcialidad está sujeta al modo en que cada consejero interpreta los hechos, de forma tal que sólo es teóricamente alcanzable en un organismo colegiado, profesional, muy claramente regido y orientado por la ley. Pero esa línea de conducta puede quebrarse, de modo que la balanza se incline a favor o en contra de alguno de los contendientes, poniendo en tela de juicio el papel arbitral de la institución, así sus decisiones aparezcan como resultado de una lectura literal de las normas.

Eso ocurrió, a mi juicio, durante algunos momentos de la campaña electoral, sobre todo con la dilación para atender las quejas sobre la llamada guerra sucia, que a ojos vistas era una puñalada a la espalda para la convivencia civilizada. El desgano y el burocratismo marcaron esa etapa que ya prefiguraba el conflicto actual, pues hicieron posible que la credibilidad en el buen jucio de la institución se evaporara entre amplios círculos de ciudadanos.

Grave, por ejemplo, fue la nula actuación del Consejo General para suprimir la propaganda pagada por grupos privados en los medios electrónicos, no obstante que la ley lo prohíbe. Se arguye que al fin el IFE cumplió tales requerimientos, pero lo hizo cuando el daño estaba hecho, como si el tempo político fuera el del representante del PAN. El Consejo General recordaba a aquel camarón que voluntariamente se dormía para que se lo llevara la corriente.

Pero la gota que derramó el vaso, más allá de las torpezas inexplicables del consejero presidente la noche del 2 de julio, fue aquella declaración después del cómputo distrital, donde, por la vía de una inexcusable retórica, se declara "ganador" al candidato panista, a quien sólo faltó que se le llamara "presidente electo". La conducta del consejero presidente dio pábulo a toda suerte de interpretaciones y, en definitiva, abrió las compuertas de la desconfianza que ilusamente creíamos desterrada de la competencia electoral. Cierto es que la autoridad electoral está en su derecho al defenderse de las descalificaciones, pero ha de hacerlo sin añadir más leña al fuego, sin convertirse ella misma en un actor político más en la disputa pública, como ha venido ocurriendo en los últimos días. Una cosa es defender al organismo y otra, como bien ha dicho el representante del PRI, defender un resultado, lo cual, por desgracia, viene haciendo. Litigar en los medios posturas que sólo la autoridad jurisdiccional puede y debe resolver representa un paso atrás, un retroceso inadmisible.

A estas alturas, si hubo fraude o irregularidades es un asunto que el tribunal habrá de resolver en forma definitiva, así subsistan los criterios encontrados de los protagonistas. En resumen, no creo que el IFE esté muerto, ni me parece que sea adecuado plantearlo así, pero el Consejo General que hoy lo dirige sí debería renunciar cuanto antes, asumiendo que se trata de una primera medida para que la institución recupere el legítimo prestigio que la resguarda. Su futuro, en última instancia, dependerá de la capacidad de los políticos para llevar a buen puerto la reforma democrática del régimen, que también incluye a la autoridad electoral, poniendo a salvo sus mejores virtudes y ajustándolo a las necesidades del México de hoy.

Una vez concluida la elección, el valor democrático que está en juego es, justamente, el derecho de los sujetos políticos, sean candidatos o partidos, a recurrir algunos aspectos del proceso electoral o, inclusive, su validez total sin cuestionar el orden constitucional. Una vez que el tribunal dicte sentencia, por así decir, su decisión será inatacable, aunque eso no signifique el fin de la disputa política.

 
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