Usted está aquí: miércoles 19 de julio de 2006 Opinión Al buen entendedor

Javier Aranda Luna

Al buen entendedor

Durante décadas se pensó que los tres mil versos de Beowulf eran producto del folclor escandinavo, que su único interés era el lenguaje. Su valor lo redujo la academia a sus construcciones gramaticales, a la disección textual de un manuscrito antiguo custodiado por la Biblioteca Británica.

No fue sino hasta 1936 que el novelista J.R.R. Tolkien vio, en el cantar, la construcción de una obra literaria más que una mera recopilación de datos y leyendas de los pueblos nórdicos. Tolkien descubrió que la espada del héroe no sólo había dado cuenta del monstruoso Grendel, que devoraba hombres, ni de su omnipresente madre que, como su hijo, engullía carroña y sembraba calaveras. También vio que con la espada que exterminó a un dragón cortó, de un tajo, por el poder de la palabra, el tiempo entre la escritura de la gesta y el lector moderno.

Beowulf no sólo reduce, con su hoja brillante de dos filos, la muerte y la desolación de la vida de los antiguos hombres nórdicos, sino el tiempo que nos separa de su autor. Su espada es el arma que se templa con el agua de los siglos y el fuego del instante.

Esas son, con otras palabras, algunas de las conclusiones a las que llega Seamus Heaney en su libro A buen entendedor, publicado por el Fondo de Cultura Económica.

Heaney con este libro ensaya de verdad. Se aleja de los lugares comunes para acercarse y acercarnos a las obras de que nos habla. Es natural que así sea. A diferencia de muchos críticos, conoce el valor de las palabras.

Por más teorías y explicaciones sobre el origen del lenguaje, todos sabemos que sigue siendo un misterio. No hay duda, en cambio, que todas las civilizaciones de todas las épocas han construido esos objetos verbales que llamamos poemas y que aún no podemos explicar de manera universal. Y no podemos porque cada poema, cada verdadero poema, es una arquitectura única, individual, que se construye con la voz del poeta y con el lector que termina rehaciéndola. Aunque la voz de uno forma parte de la vida de todos cada lector vive y percibe cada poema desde su individualidad. Por eso, por ejemplo, los poemas de San Juan de la Cruz pueden ser leídos e interpretados de maneras diferentes por un aficionado a la literatura erótica y un monje sincero que renegó de la carne.

Pero existe otro misterio en el quehacer poético y es la música de las palabras. No es casual que el primer ensayo de A buen entendedor, de Heaney, esté dedicado a Eliot. Un poeta que, más que a escribir, lo enseñó a leer. Heaney confiesa inclusive que la poesía de Eliot por su grandeza lo intimidaba, actuaba en él como una especie de superego literario más que como ''un generador de la libido poética''.

Y la enseñanza principal de Eliot fue para Heaney: aprender a escuchar. Los versos de Eliot convertían a su escucha en una ''cámara de resonancia de sonidos del poema''. Escuchar al poema lo hizo quedarse quieto. Las palabras eran sonidos que eran sentidos, sonidos que fluían y regresaban con su rumor de sílabas, creando a su paso objetos ingrávidos cargados de significado.

Vale decir que todo poema se escucha en silencio pero la poesía fluye ''con mucha mayor potencia cuando las palabras se articulan en voz alta''. Extraño fenómeno nos ofrece un poema al leerlo en voz alta: al escuchar a otro nos escuchamos a nosotros mismos.

Seamus Heaney es un poeta conocido en nuestro idioma. No se puede decir lo mismo del Heaney ensayista. Los textos seleccionados y traducidos por la poeta Pura López Colomé nos permiten conocer a ese gran ensayista que, como todo poeta, nos muestra que el mundo siempre es más ancho y más rico de lo que imaginamos.

 
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