Leandro Arellano
La cita
Ximena consulta el reloj al momento de recibir la orden, los músculos de su cara se contraen y enseguida cuelga el teléfono. Sólo cuenta con dieciocho minutos para hacer lo que le pidió el gerente, quien fue contundente: no podía irse sin antes terminarlo. Permanece reflexiva unos instantes, rascándose la cabeza, luego se incorpora y se dirige al cubículo de Rubén. Los hombres G suenan ruidosamente en la radio, Ximena baja el volumen sin pedir permiso. Rubén levanta la cabeza y la interroga con la mirada.
–Oye
necesito que me ayudes, debo imprimir la nómina
por favor
–ruega con una mueca, entornando la boca. Rubén mantiene los dedos en el teclado de la computadora; su mirada relampaguea tras los cristales gruesos de sus anteojos. Ximena está acostumbrada a esa mirada, la borra cada vez.
–Por favor
a las siete tengo una cita a la que no puedo faltar
tampoco me puedo ir si no paso la nómina. Ayúdame
–Sólo si me prometes que el domingo sí me acompañas
–responde Rubén, con un lápiz en la boca y la mirada vidriosa.
Ximena no protesta a las insinuaciones y roces de Rubén mientras trabajan con la impresora, pero rechaza su mano cuantas veces la toca. Sentada sobre el escritorio mece el pie derecho inconscientemente, se acomoda el cabello bajo la diadema observando la melena ensortijada de Rubén, que oculta la pantalla de la computadora. También disfraza una sonrisa cuando lo sorprende observado sus piernas, baja su falda consultando su reloj.
A las cinco con treinta y dos minutos entra al despacho del gerente, pone en su escritorio unos legajos impresos; le informa que Rubén traerá la última sección. Luego sale apresurada y corre a su oficina, cierra los cajones descuidadamente y avanza a zancadas hacia la oficina de Rubén; con el bolso al hombro se detiene un instante, le da un beso en la frente con una frase afectuosa y sale a toda prisa. Rubén la observa y mueve la cabeza.
Al cruzar la avenida Ximena voltea a ambos lados; el viento la obliga a sostenerse la falda que tira hacia abajo inútilmente. El tráfico en el Paseo de la Reforma fluye con regularidad. El cielo está despejado pero cierto bochorno abruma, como presagiando lluvia. La segunda vez que levanta el brazo se detiene un taxi en la lateral; indica al taxista llevarla a la esquina de Orizaba y Guanajuato, en la Roma. Tiene prisa, le advierte. En la Glorieta de Insurgentes un coche descompuesto ha provocado un embotellamiento y el taxi se detiene. Ximena comienza a mover el pie, y descubre al taxista mirándole las piernas por el retrovisor. Cuando el vocho logra escabullirse del atasco, Ximena consulta su reloj una vez más.
¡Menos mal que por la mañana preparó su ropa
!
Se apea en la Plaza Luis Cabrera y se encamina hasta la puerta del edificio. ¡Otra vez no funciona el elevador! Frunce el ceño y la emprende escaleras arriba, tarareando un estribillo de moda. Al abrir la puerta del departamento se despoja del bolso arrojándolo sobre el sofá, comienza a desvestirse. Su hermana, enfundada en una bata de estudiante de medicina, emerge de la cocina con un libro en la mano, le pregunta si llegará a tiempo. Camino a su dormitorio Ximena va deshaciéndose del saco, la blusa, la falda, las pantimedias
Entibia el agua de la regadera mientras se cepilla los dientes y a gritos conversa con su hermana. Sale del baño envuelta en una toalla grande y sacudiéndose el cabello.
Mientras se viste recurre a su hermana para abrochar el sostén por la espalda, sin parar de hablar; alienta a su hermana, ha estudiado bastante, es seguro que aprobará el examen.
–¿Para qué te imaginas que me ha citado? –le pregunta sosteniendo el depilador en la mano.
A medio vestir se sienta frente al tocador: rímel, un poco de polvo en las mejillas, una pizca de talco en el cuerpo y dos gotas de perfume.
Luego se tiende de espalda en la cama para meterse las pantimedias. Apunta el pie derecho y tira del nailon hasta la rodilla, después realiza la misma operación con el izquierdo; puesta de pie las levanta hasta la cintura. Al momento de ajustarlas, ante el espejo, descubre que en la pierna izquierda, a partir del tobillo, un desgarre se eleva hasta media pierna. Maldice meneando la cabeza, coge un nuevo par y vuelve a echarse en la cama.
Echa un vistazo al reloj que se halla sobre la mesita de noche. Seca su cabello con la toalla, lo peina partiéndolo por el medio y desde la cocina la voz de su hermana le recuerda no olvidar el dinero. Da unos pasos hacia el clóset, coge unos zapatos de tacón, regresa a la cama y se deja caer sobre el colchón. Con un movimiento simultáneo de ambas piernas arroja las pantuflas y mete los pies; cuando se incorpora siente un rasguño arriba de la corva. Revisa su bolso, asegurándose que nada le falte, inclinada sobre la cómoda. Desde la puerta del dormitorio su hermana le comenta que está guapísima pero que se le ha roto la media.
– ¡No, no, no! ¡Otra vez! ¡Voy a llegar tarde!
Gira la cabeza para mirarse en el espejo, advierte el despunte del tejido, que va de la pantorrilla hasta el muslo. Con los puños de las manos se golpea la cabeza repetidas veces, se dirige de nuevo a la cómoda para extraer el último par. Lista para salir da un último retoque a su atuendo, aplica bilé en sus labios y pregunta a su hermana cómo la ve; con la punta del dedo pone una gota de perfume en la base del cuello. Extrae de su bolso dos billetes de cien pesos que alcanza a su hermana, la abraza enseguida y le ruega que le desee suerte.
–¡Ah, por favor no me esperes, no sé a qué hora voy a regresar. Nada más dejas encendida la luz del recibidor, chao!
Baja la escalera produciendo un taconeo ruidoso. En la calle el sol se ha ocultado y el alumbrado público aún permanece apagado. No encuentra un taxi libre, entonces avanza a la siguiente esquina, mira a un lado y a otro de la calle mientras que con el pañuelo se enjuga el sudor del cuello. Al fin se detiene un taxi viejo, de los amarillos.
Al posarse sobre el asiento desgastado del coche, Ximena siente el metal filoso de los resortes.
–Al Sanborn´s de San Antonio –indica al taxista–, apresúrese por favor, se me va a hacer tarde.
–Pierda cuidado, señorita –responde serio el taxista, acelerando el motor.
Ximena mira su reloj a cada momento, meciendo mecánicamente el pie derecho. En su cabeza juega con las posibilidades que le puede acarrear la cita. Los relojes de la ciudad marcan las siete con dos minutos cuando el taxi frena en la esquina de San Antonio y Revolución. Ximena coge un billete de cincuenta pesos de su bolso mientras el chofer alarga el brazo para abrir la puerta. Al estirar la pierna hacia afuera, Ximena se percata del puntillazo del alambre que desgarra su pantimedia, desde la base de la falda
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