Usted está aquí: lunes 26 de junio de 2006 Política La gran debilidad de Siria

Marta Tawil

La gran debilidad de Siria

En su reporte ante el Consejo de Seguridad de la ONU del 15 de junio pasado, Serge Bremmertz, jefe de la comisión internacional que investiga el asesinato del ex primer ministro libanés, Rafik al-Hariri, ocurrido el 14 de febrero de 2005, se limitó a mencionar los "posibles lazos" que existen entre su investigación y los otros 14 atentados perpetrados en Líbano desde octubre de 2004.

Los reportes de Bremmertz desde que asumió el cargo en enero de 2006 contrastan con los de su predecesor, Detlev Mehlis, quien desde un inicio señaló a los líderes sirios y algunos libaneses como probables culpables y acusó a Damasco de obstruir su trabajo. Su misión estuvo teñida de declaraciones políticas y evidencias dudosas que aumentaron las presiones y amenazas contra Siria. Por el contrario, Bremmertz ha descrito la cooperación siria como "satisfactoria" y mostrado gran cautela en el manejo de la información.

El contraste evidente entre el modus operandi de ambos fiscales hace suponer que los gobiernos protagonistas de la campaña contra Siria decidieron reorientar la misión de la ONU e imprimirle un bajo perfil. La razón de este giro se relaciona sin duda con los efectos perversos de la campaña de presiones y amenazas contra Siria en el marco de un escenario regional extremadamente violento y fragmentado. El cambio revela, además, que los esfuerzos de Estados Unidos y Francia por aislar las relaciones sirio-libanesas de la dinámica general del conflicto árabe-israelí son inútiles y contraproducentes para la soberanía de Líbano y la democracia en Siria que pretenden defender.

Usar a Líbano como carta para presionar al régimen sirio no ha ayudado a ese país a recuperar realmente su soberanía e independencia. El espíritu de la Revolución de los Cedros, como se denominó al movimiento de movilización nacional contra la presencia de tropas sirias, luego del asesinato de Hariri, se ha desvanecido y en su lugar (re)aparece la realidad de un sistema político e institucional fraccionado y débil, en el que las fuerzas "pro sirias" parecen renacer con nuevos bríos.

Más ejemplos se agregan a los que se han mencionado en otras ocasiones: el Hezbollah sigue ganando nuevos adeptos y forjando nuevas alianzas, la más notable con el general cristiano Michel Aoun. Suleiman Franjieh acaba de relanzar el grupo Marada, milicia cristiana fundada por su abuelo al inicio de la guerra civil libanesa (1975-1991); combatientes provenientes de Irak están regresando a Líbano con un espíritu de "militancia" nada alentador.

Desde hace algunos meses se observa un intento del Eliseo de reorientar su política hacia la cuestión sirio-libanesa y ahora declara que si Siria acepta las nuevas reglas (en Líbano) Francia está dispuesta a ayudar al presidente sirio Bashar al-Asad. La oferta es superficial, pero el gesto es significativo. Por su parte, tanto Arabia Saudita como Egipto rechazan los intentos de la administración de Bush de desestabilizar al régimen de Damasco, no obstante el apoyo que dieron a la resolución 1559 de la ONU, que exigía el retiro de las tropas sirias de Líbano a raíz del atentado contra Hariri. Así, los puntos del plan que Ryad y El Cairo, en su intento de mediación, presentaron en enero pasado para restablecer la relación sirio-libanesa prácticamente restituían a Siria una posición dominante en el país de los Cedros (no sorprendió que el primer ministro libanés Fouad Siniora lo rechazara). Al hablar con fuentes diplomáticas árabes en Siria se constata su ansiedad ante una posible caída estrepitosa del régimen baasista que significaría, desde su perspectiva, la pérdida del "último pilar de equilibrio", el regreso al caos en Líbano.

Las tropas estadunidenses están en el atolladero iraquí; Washington y Bruselas se muestran impotentes frente a Irán (principal aliado de Siria en la región); Egipto y los países del Golfo penan por conferir a su liderazgo un mínimo de credibilidad; Israel no logra someter al pueblo palestino con tanques y bombas; Turquía busca a Siria para enfrentar la cuestión kurda. Estas realidades hacen de la debilidad de Siria una fuente de poder y significan cierto triunfo, pero no significa que esté libre de peligros. No logra restablecer el "diálogo de disuasión" con el Estado hebreo; Francia y Washington no muestran la capacidad ni la voluntad política de tomar en cuenta los intereses de seguridad sirios y, como en los años cincuenta, los beneficios económicos y políticos que obtiene de su acercamiento con Moscú (y ahora con Pekín) están lejos de sustituir las ganancias que le proporcionaría el occidente si éste le reabriera sus puertas. Pero por circunstancial que el triunfo pueda ser, es revelador: mostrar la futilidad de la política de países terceros más poderosos se vuelve la marca de la política de Siria; constituye la fuente de su papel e identidad como el último representante estatal del conflicto árabe-israelí (ante el predominio de actores transnacionales). Es ahí quizá donde reside la reserva de poder de Siria, no obstante su debilidad en términos estructurales. El arabismo en Líbano no ha muerto; el régimen sirio ha sobrevivido. Difícilmente Damasco se olvidará del pequeño país vecino sin haber recuperado previamente los Altos del Golán que Israel ocupa desde 1967.

El universo moral en el que habitan George W. Bush y Jacques Chirac puede continuar: Líbano seguirá siendo la carta más importante de Siria frente a Israel y Estados Unidos.

 
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