En medio de este jugueteo con la fama se desprenden otras líneas narrativas. Una, la caótica relación con la estrella de cine hollywoodense Jayne Dennis que inopinadamente resulta en un hijo (Robbie) y, tras una ruptura y el correspondiente reencuentro, en la formación de una familia. Es decir, inicia el desastre para el escritor, que comienza a escindirse entre los nuevos deberes como esposo y padre, que pueden salvarlo del nihilismo de la intoxicación, y su temor a la vida familiar motivado por la presencia espectral de su padre.
La otra línea temática del relato surge ahí mismo, sin aparente relación causal. Los llamados hechos sufren transformaciones inquietantes. Por un momento el lector prejuiciado identifica esas anomalías como una más de las ocurrencias de Ellis para no repetir su estilo de ácida crónica de sociales, que explotó hasta el delirio en Glamourama y lo proyectó en la caótica existencia descrita en la última novela. Sin embargo, sospechosamente, el estilo comienza a ajustarse a partir de esa primera cuarta parte del libro.
Para que el desarreglo psíquico inicial evolucione hacia lo fantástico, el escritor (que para entonces ya se convirtió en otro autor ficticio que está escribiendo el libro real) recurre a un ritmo que Bret Easton Ellis bien pudo asimilar de la narrativa de Patrick McGrath (Grotesco, Araña), un novelista apenas catorce años mayor que él.
El autor londinense viene al caso porque en la primera de las novelas citadas se vale de un estilo ligero como el de la crónica deportiva, pero de contenidos emocionales muy intensos, para narrar cómo al fracturarse una pareja se le da entrada a los demonios, e incluso que éstos adoptan formas humanas. En el caso de Ellis, quienes fueron humanos vuelven en forma de monstruos nacidos de la imaginación infantil.
Cuando menos lo espera uno, ese escritor del glamour y la futilidad abismada ya está haciendo metaliteratura con naturalidad. De ahí en adelante, ya puede Ellis crear el número de pequeñas intrigas que necesite para sustentar la trama central, sacarse de la manga incidentes más grotescos y posponer la revelación de los detalles urgentes; el lector confía en él.
De hecho, los defectos de su narración confirman los prejuicios que provocan las primeras páginas de Lunar Park. Por citar uno, sus objetos de terror son los mismos que propone la industria hollywoodense de bajo presupuesto: los muñecos, las mascotas, los payasos, el bosque, el hogar, los autos, uno mismo... Pasan por la cabeza las últimas películas sobre esquizofrénicos: Mente siniestra, La ventana oculta y El maquinista, protagonizada casualmente por Christian Bale, quien interpretó a Patrick Bateman en American psycho y es una referencia importante en al menos dos libros de Ellis.
Nada de eso importa. Quién sabe por qué, Ellis parece sincero cuando describe cómo la realidad se va haciendo delgada y flexible hasta que él mismo puede verse deformado al otro lado de ella: ..."el escritor anhelaba el caos, el misterio, la muerte. Tales eran sus aspiraciones. El impulso al que tendía. El escritor quería explosiones de bombas. El escritor quería una derrota olímpica. El escritor ansiaba el mito y la leyenda y la casualidad y las llamas. El escritor quería que Patrick Bateman regresara a nuestras vidas. El escritor confiaba en que el horror de todo ello me electrizara. Me encontraba en un punto en que todo lo que el escritor quería me llenaba de remordimientos".