Usted está aquí: domingo 18 de junio de 2006 Sociedad y Justicia EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

A balón parado

Para como están las cosas, el viernes la libré. Lo bueno es que llegué tempranito al Zócalo y pude hacerme de un buen lugar junto a la bandera, porque si he llegado más tarde ¡ni madres! Saqué mis tarros de pintura y me puse a conseguir clientes. ¿Sabe cómo le hice para atraerlos? Me rayé la cara yo solito. Los chamacos, que siempre son bien curiosos, enseguida me rodearon. Esperé a que se hiciera una buena bolita y al escuincle que tenía más cerca le pregunté si no se le antojaba que le pintara los cachetes por diez varos.

La mamá, ya sabe, salió con lo mismo de siempre: "Ay, qué caro". Le piqué el orgullo nacional: "Déle gusto a su chavito. Aparte de que va a sentirse contento, estará apoyando a nuestra selección para que les gane a los negritos. Luego luego se armó el griterío: "Chiquitibum a la bim bom bam..." Pensé: "Ya chingaste, Marcial". No es por dármelas, pero al rato no me daba abasto. Con todo y eso trabajé rápido, mirando el reloj de Catedral. Porque hice mis cálculos, no crea que no. En cuestiones de comercio, si quiere uno salir adelante, hay que tener mucha sicología. Pensé: el partido comienza a las dos y termina a las cuatro. Mientras vayamos ganando no habrá problema. La gente va a seguir prendida, queriendo que le decore la feis para mandarle desde aquí las buenas vibras a la selección; pero si los negritos se nos ponen al brinco, ya se fregó la patria. No es que pensara en que nuestros muchachos podían perder; es más, yo tenía mi marcador: 3-0. No fue así porque en el mundo, y sobre todo en el futbol, no hay nada escrito.

Gracias a que tomé en cuenta esa posibilidad no me sorprendió que en el segundo tiempo los angoleños se nos pusieran al brinco. A un señor que llevaba a sus gemelas montadas en los hombros se le ocurrió echarnos rollo: "Es increíble que el equipo angoleño, que jamás había participado en un mundial y pertenece a un pueblo que lleva más de 30 años en guerra, le esté faltando al respeto a nuestros muchachos".

La cosa se estaba poniendo fea. La gente empezó a desanimarse y bajé el precio: 5 pesos por pintar toda la cara. Nadie me oyó, ni siquiera los niños. Después de las tres de la tarde casi no me cayó clientela y decidí ponerme a ver el juego en la pantalla.

II

Al estar allí, en la bola, recordé cuando mi papá me llevaba al Azteca. Era toda una ceremonia: desde levantarme más temprano hasta hacer el viaje de Cuautepec a Santa Ursula. Iba aleccionado por mi mamá: "No te separes de tu padre, cuando necesites ir al baño le pides que te acompañe, y no quieras que te compre todas las porquerías que veas". Me daba la bendición, como si fuéramos a viajar al otro lado del mundo, y me hacía repetirle el teléfono de la miscelánea de donde nos llamaban, para que lo marcara en caso de extraviarme.

Mi padre daba vueltas como león enjaulado, temeroso de que fuéramos a llegar tarde al juego. Corríamos a la parada del camión y durante el viaje mi padre miraba en el periódico los pronósticos de los cronistas y las fotos de los jugadores que iban a competir. Esos eran malos momentos para mí, porque me sentía relegado como si fuera un bulto.

La cosa cambiaba en cuanto llegábamos al Azteca. Mi padre me subía a sus hombros. Aquel detallito significaba para mí algo maravilloso y el anuncio de que íbamos al cielo: las gradas. Allí el sol pegaba durísimo, y con ese pretexto mi jefe le pedía al cubetero un refresco para mí y una cerveza para él.

Brindábamos y yo me sentía un hombre hecho y derecho, con todo y que apenas iba a cumplir 6 años. Las jugadas me interesaban menos que las reacciones de mi papá. En vez de mirar la cancha lo veía a él para imitarlo en sus saltos, en sus gritos, en sus mentadas. A los aficionados se les hacía gracioso y me festejaban -"Ay, que escuinclito tan simpático"-, pero mi jefe se me quedaba mirando, aunque en el fondo sintiera orgullo de verme convertido desde pipiolín en su vivo retrato.

Al terminar el partido a mi padre le gustaba que nos quedáramos sentados mientras la gente salía, según él para que no nos tocaran los empujones. Al recordar su expresión y su silencio en aquellos momentos, me doy cuenta de que se retrasaba por el gusto de ver la cancha desierta y la inmensidad del estadio.

Cuando por fin salíamos nos íbamos caminando un rato antes de subirnos al camión. Entonces sí hablaba mucho, me decía que su sueño era verme convertido en un futbolista profesional: "Viajarás por el mundo entero, tu foto aparecerá en todos los periódicos y ganarás un chingo de lana".

Como buen carpintero, mi padre era una persona muy curiosa, muy detallista. Mientras caminábamos me proponía una serie de sobrenombres para que yo eligiera el que iba a acompañarme por el sendero de la fama. Hasta parece que lo oigo: "¿Cómo es El Callado? Te iría bien, porque casi no hablas, pero si no te gusta dímelo, al fin que aún estamos a tiempo para elegir otro: El Rápido, El Juguetón, El Pelos Tiesos, El Grandote...

Eufórico por la cerveza y las emociones del juego, no medía nuestra realidad. Me aseguraba que al día siguiente iba a cerrar el taller más temprano para inscribirme en un gimnasio y en una liga infantil: "Tienes que prepararte desde chico y darte prisa para que alcance a verte el día en que llegues al Azteca. Esa es mi mayor ilusión. Después de que se convierta en realidad podré morirme tranquilo".

Sus intenciones eran firmes, pero jamás llegó a realizar sus planes. Empezaban a desmoronarse en cuanto veíamos las faldas de Cuautepec llenas de casas pardas, con uno que otro arbolito enclenque y montones de basura: lo opuesto a la cancha del Azteca. Su inmensidad verde parecía un sueño tan inalcanzable como mi estrellato en el futbol.

III

Le tengo la confianza suficiente como para confesarle: a mi padre le fallé en muchas cosas, pero al menos le di gusto en algo que le interesaba mucho: llegué al Azteca. Aunque a mi modo, pero llegué. Cada Día del Padre en que voy a visitarlo se lo digo, y de paso, mientras limpio su tumba y le pongo flores, le cuento cómo han cambiado el ambiente y los rumbos de Santa Ursula.

Aunque ya no es como antes, nunca faltan los señores que lleven a sus hijos montados sobre los hombros. Ahora sí que, como dijo la calaca: "Como te ves me vi, como me ves te verás". Me imagino que soy el chamaquito que va mirándolo todo desde las alturas, sintiéndose el verdadero Coloso de Santa Ursula.

Luego hasta se me olvida vender mis chuchulucos por estar imaginándome qué le dirá ese padre a su hijo. No dudo que sea lo mismo que mi jefe me decía cada vez que íbamos al estadio. "Prométeme que tú sí llegarás a ser una gran estrella del futbol. Si alcanzo a verte en el Azteca me sentiré el hombre más dichoso del mundo."

Sé que es una locura, pero cuando termina el juego y sale la gente, procuro ver si pasan junto a mí el padre y el hijo que me hicieron recordar mi infancia. Por supuesto, jamás vuelvo a encontrarlos, pero sigo imaginándolos de regreso a su casa, sosteniendo una conversación como las que teníamos mi padre y yo y terminaban en promesas. El no cumplió las suyas: inscribirme en un gimnasio y meterme a una liga infantil.

Por mi parte, no fui un campeón goleador. La vida no me dejó; pero hice mi lucha y cumplí una parte de la promesa: llegué al Azteca y a mi manera vivo del futbol. Atiendo el puesto que mi compadre Adrián tiene en el Eje Dos. Se llama A balón parado. Vendemos desde cachuchas hasta rodilleras.

Adrián me tiene mucha confianza porque ha visto que soy honrado y aunque ande bien crudo me presento a trabajar. Sólo le fallo cuando hay juego en el Azteca para ir a vender mis chuchulucos. A mi compadre no le cabe en la cabeza que yo prefiera ir al estadio en vez de trabajar en su puesto, donde no me asoleo tanto, no tengo que torear a la competencia y gano más.

Cuando me lo dice me quedo callado. No entendería si le dijera que voy al Azteca para imaginarme que ando montado sobre los hombros de mi padre y él me pronostica el glorioso futuro de un campeón goleador. Pero en este juego nunca se sabe. Unos son los sueños y otra cosa muy distinta es la realidad. Hasta nuestros muchachos lo saben. Mi ventaja es que lo supe desde que mi padre soñaba un gran futuro para mí. Sin embargo, no me quejo: de todos modos llegué al Azteca, ¡qué chingaos!

 
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