Intolerancia
Incompetente, deshonesta, retrasada mental, execrable son algunos de los adjetivos que me dirigen lectores que se indignan por las opiniones que he expresado acerca de Andrés Manuel López Obrador. También me han dicho que si no me gustan una ciudad o un país por él gobernados que mejor me largue. De manera inevitable evocan a Francisco Franco, quien decía que en España no había espacio para quienes no pensaban como él, y advertía: "El destierro o el entierro".
Las reacciones enfurecidas a mis juicios a propósito de López Obrador no son nuevas; llegaban a mi correo electrónico desde que el candidato perredista era jefe de Gobierno, pero en los últimos meses se han intensificado y ha aumentado el número y el tono exasperado de quienes los escriben. Para que no haya ninguna duda acerca de su determinado y estentóreo repudio, los simpatizantes del candidato López Obrador escriben los insultos con mayúsculas o los acompañan de series de signos de exclamación. No quieren entablar un intercambio civilizado de diferencias de opinión, me descalifican porque me consideran intelectual y moralmente inferior.
Me pregunto si acaso la democracia que tantos derechos garantiza, también incluye el derecho a la intolerancia. Más allá del efecto personal que tienen estos correos altisonantes, sus autores revelan la indestructible continuidad de la cultura política autoritaria que se desarrolló durante el siglo XX al abrigo de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional. Tan es así que una de las lecciones más notables de la presente campaña presidencial es que los mexicanos no hemos aprendido a vivir con la diferencia política.
No sé si los simpatizantes de Calderón recurren a los mismos métodos que los lopezobradoristas cuando se topan con un artículo crítico de su líder: ataques personalizados que le exigen silencio al autor.
Todos sabemos que los perredistas no tienen el monopolio de la intolerancia. Para nadie es un secreto que Manuel Espino, el actual presidente de Acción Nacional, pertenece a una agrupación siniestra, El Yunque, que es conocida porque actúa en secreto como una logia masónica que promueve por donde puede a sus afiliados; pero los yunquistas también son conocidos por sus métodos violentos y por un lenguaje agresivo que pone al descubierto una profunda intolerancia frente a ideas o posiciones distintas. En el debate presidencial Felipe Calderón abrió el fuego con un tono sorprendentemente belicoso, tanto que cuando decía "mano firme" lo que se escuchaba era "mano dura". También podríamos referirnos a actitudes sectarias de Roberto Madrazo. Sin embargo, la intolerancia de unos no justifica la de otros.
La continuidad de la cultura autoritaria se hace presente en la desconfianza que en muchos inspira la diferencia política, el terror a la diversidad de opiniones, el pánico ante una heterogeneidad que entienden como un obstáculo para las decisiones del poder. La radicalización del tono de los dos punteros en esta contienda presidencial impone una visión binaria de nuestras opciones. No hay duda de que la contienda presidencial se ha concentrado en dos candidatos, pero muchos más son los participantes en la campaña para llegar al Congreso y ahí no estarán representadas sólo dos fuerzas políticas. La hostilidad frente a opiniones contrarias a las propias muestra que no hemos logrado aceptar que para resolver esas divergencias existen partidos políticos y un Congreso en el que se discuten y se eligen ciertas líneas de acción de entre distintas alternativas.
En lugar de ver en el pluralismo una fuente de riqueza, se le mira como en tiempos del PRI: como un enemigo maligno al que había que abatir, física o moralmente, porque representaba una amenaza para la unidad esencial de la nación. En ese México los no priístas eran antipatriotas, porque el PRI era el partido de las grandes mayorías y de las causas nacionales. La persistencia de las actitudes antipluralistas también llama la atención hacia una inocultable nostalgia por el México unanimista del pasado por parte de un sector de las elites intelectual y política. Como si no conociéramos los costos de la homogeneidad política forzada, algunos insisten hoy en que nos hace falta un proyecto de nación, y expresan la misma añoranza por ese sistema político supuestamente terso y funcional en el que todos nos reconocíamos como miembros de la gran familia mexicana que era también la hija de la Revolución, y ésta el referente común que tenía en el presidente de la República a su más fiel intérprete.
Podemos parafrasear a Voltaire en su tratado sobre la tolerancia: en el México de la post transición parece que la intolerancia, indignada por los éxitos de la democracia, se agita en ella con más rabia.