Es lo normal
M ucho antes de que existieran computadoras personales u hornos de microondas en buena parte de las casas, antes de que los sistemas de inyección de gasolina remplazaran en forma masiva y reglamentaria a los carburadores, antes incluso de que Gloria Gaynor lanzara su grito de supervivencia y diferencia, el cuerno de Africa era ya escenario de una carnicería. Se enfrentaban allí el Bien contra el Mal, Somalia contra Etiopía por la disputa de Ogadén, Adis Abbeba contra Eritrea por la independencia de la segunda, Mohamed Siad Barre contra Menghistu Haile Mariam, consultores soviéticos contra asesores estadunidenses y chinos, campesinos paupérrimos contra nómadas miserables, sin más pertenencias que unos ejemplares del producto genial de Mijail Kalashnikov, el fusil de asalto adoptado por el Ejército Rojo como reglamentario desde 1949 y que ha recorrido el mundo con un éxito sólo comparable al de su rival estadunidense, el más ligero y nocivo M-16 diseñado por Armalite.
Para una o dos generaciones del mundo es natural, entonces, encontrar en los medios fotos y video de somalíes vestidos con uniformes variopintos y armados con herramientas como las referidas y anuncios de combates ahora sí definitivos, despachos sobre procesos de paz laberínticos e infructuosos, reseñas cada vez menos comprometidas acerca de un nuevo golpe de hambre que desaloja del planeta a cientos de miles.
En estos 30 años, por los sufridos campos de batalla del Cuerno de Africa, han desfilado los proestadunidenses, los marxistas de Moscú y de Pekín, los nacionalistas en favor de algo, los fundamentalistas islámicos. Igual que en Afganistán. Igual que en las tierras de la antigua Palestina y sus alrededores. Igual que en Líbano. Desde América, desde Europa y desde Asia, las grandes potencias prosiguen un ajederez imperturbable en el que las piezas han sido blancas y negras, rojas y azules, verdes y amarillas. Los peones nunca se acaban y cada uno de ellos que resulta comido por el adversario es un pueblo en llamas. Da la impresión de que en esas regiones del mundo la paz es un producto destinado al fracaso y que la confrontación bélica es una costumbre, o más: un componente de la geografía inmutable; o más: parte del orden universal de las cosas.
La estabilidad de la guerra -un sistema de convivencia, diríase, una institución perdurable, un sólido consenso de vida y muerte- también es sorprendente: ¿de dónde salen los recursos para echar combustible al matadero durante diez, veinte, treinta, cuarenta años? ¿Cuál es la inversión total en balas, botas, morteros, uniformes (así sean jirones), vehículos, gasolina, cuchillos, aparatos de radio? ¿Puede ser el conflicto armado la "locomotora de la economía" en naciones cuyo aparato económico se ha reducido -gracias a la guerra, a veces- a cultivos de subsistencia y caridad internacional? ¿Cuál es el ciclo de vida del rencor y de los intereses tribales y trasnacionales?
Ahmed Hasán, estudiante de 21 años y habitante (o sobreviviente) del sur de Mogadiscio, dijo a la BBC de Londres el pasado 24 de mayo, que todas las mañanas es lo mismo: despertar con el canto del gallo de las ráfagas, ver cómo las mujeres abandonan la ciudad con sus hijos a cuestas, tirarse al suelo un rato, salir a la calle, cuando amaina la lluvia de balas, para auxiliar a organismos humanos mutilados y perforados por las esquirlas de mortero y para hacer el recuento de las casas destruidas en el episodio. "Esta guerra civil se ha vuelto casi natural para nosotros", comenta. "Nos adaptamos a la situación. Nos acostumbramos a ello y no nos asustamos. Bueno, no tanto."
Tal vez para el resto del mundo las noticias de la guerra sean a la guerra lo que el pinchazo de la anestesia es al bisturí: una lesión mínima que adormece y prepara antes de la herida mayor. A fin de cuentas, si los que están en medio de la carnicería acaban por acostumbrarse a ella, resulta mucho más fácil hacer otro tanto cuando el sonido de las balas no procede de los cañones de las armas en activo, sino del aparato de televisión. Es lo normal.