Usted está aquí: viernes 2 de junio de 2006 Política El Estado violador y la condición humana

Adolfo Gilly

El Estado violador y la condición humana

Con las violaciones tumultuarias de las mujeres de Atenco por los policías que las apresaron, el Estado mexicano ha rebasado un límite ante el cual, hasta ahora, su violencia se detenía. Sí: antes mataron, masacraron, torturaron, secuestraron, violaron, desaparecieron. Pero aún después de Tlatelolco, según recordábamos hace unos días con Rosario Ibarra, aún en los asesinatos y desapariciones de los años setenta y sucesivos, no habían practicado la violación en masa sobre las mujeres presas como acaban de hacerlo contra San Salvador Atenco, acto colectivo de barbarie que ningún cuerpo uniformado comete sin órdenes de sus mandos superiores.

Este atentado directo contra el entramado profundo en el cual se sustenta
la comunidad nacional mexicana, está siendo encubierto, protegido y justificado por el presidente Vicente Fox Que-

sada, por el gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, y por todos los órganos a ellos subordinados que niegan, esconden, minimizan o dan largas a la cuestión.

Estamos ante una atrocidad cometida contra los lazos morales que, por debajo de todos los conflictos de intereses y de clase y las diferencias de ideas y creencias, mantienen unida a una nación. Estamos ante una atrocidad contra todas las mujeres que en este país habitan. Esta acción coloca al gobierno que la está encubriendo al nivel moral de aquellas dictaduras argentinas cuyos jefes militares torturaban y violaban a sus compatriotas para después, en 1982, rendirse sin honor ni pudor ante las tropas de desembarco del imperio británico.

No estoy diciendo que, hasta ahora, sean represiones comparables. Digo que el poder estatal mexicano ha superado la misma línea: violaciones de Estado contra las mujeres. No es una cuestión política, social o económica. Es una línea civilizatoria y ética que parecía imposible de rebasar. Pues lo ha sido.

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Esta trasgresión a todas las morales religiosas o laicas existentes ha sido aprobada o silenciada o encubierta o condonada por la alta jerarquía eclesiástica en la persona del cardenal Norberto Rivera; por los poderes del Estado desde la Presidencia de la República hasta la presidencia municipal de Texcoco; y, entre otros, por el candidato presidencial del Partido Acción Nacional, Felipe Calderón, quien declaró que él habría hecho lo mismo que Fox y Peña Nieto. Así que ya sabemos a qué atenernos en caso de que este candidato llegara a la Presidencia: la violación de las mujeres mexicanas podría ser un legítimo recurso del Estado, como ya lo intentó practicar el gobernador priísta Mario Marín con Lydia Cacho.

Estos son los caminos que preparan para imponer las reformas estructurales de que tanto hablan. Necesitan demoler lo que aún no han podido, pese a los saqueos y despojos del patrimonio mexicano cometidos desde la reforma del artículo 27 en 1992. Necesitan doblegar la terca resistencia de mexicanas y mexicanos al desmantelamiento final de todo el entramado protector legal y patrimonial construido por generaciones sucesivas desde 1917 en adelante. Para doblegarla, necesitan pasar por sobre los cuerpos de mexicanas y mexicanos: con la matanza industrial de Pasta de Conchos, con los trabajadores asesinados en Sicartsa, con la toma de Atenco y la violación de sus mujeres. Es el camino de Acteal, de El Bosque, de Aguas Blancas, con un agregado: ahora ordenan violar en masa. No son "excesos"; más bien tienden a ser normas no escritas.

Si estas normas bárbaras de ejército colonial de ocupación se imponen, si quienes dieron las órdenes de violar mujeres y destrozar sus cuerpos a palos quedan impunes, la relación de mando y obediencia constitutiva de toda forma estatal habrá incorporado a la vida cotidiana en México normas permanentes de violencia, coerción, represión y temor no practicadas de este modo hasta el presente. En San Salvador Atenco se ha puesto en práctica un ensayo de cómo desgarrar el tejido social y destruir con el miedo y la humillación el mundo de vida de un pequeño pueblo mexicano, para que todos sepan a qué represalias atenerse si resisten al "progreso" como lo hizo Atenco frente al negocio maldito del aeropuerto.

Este quiere ser el legado que el presidente respetuoso de la ley de Dios que dice ser Vicente Fox Quesada, y su secretario de Gobernación, Carlos Abascal, pretenden dejar a su candidato y defensor de las violaciones, Felipe Calderón, o a quienquiera que llegue a la Presidencia.

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Sin embargo, en este mecanismo de implantación del miedo algo se les trabó, algo con lo cual los violadores no contaban: las mujeres de Atenco hablaron, contaron, dijeron, se atrevieron a nombrar lo innombrable, a gritar lo que no debe decirse y a describir las atrocidades sufridas. No eran militantes ni heroínas, eran simples mujeres de todos los días: una niña que refirió paso por paso cómo la vejaron y violaron; una mujer de cincuenta años que, escondiendo el rostro y el llanto, contó cómo tres policías la obligaron a hacerles sexo oral; una estudiante chilena expulsada que relató todo y exige volver.

No creo que no tuvieran miedo. No creo que no sepan las consecuencias casi ineludibles que pueden venir después sobre ellas en su pequeña comunidad de vida, en el pueblo, en la familia. Creo que con esa valentía antigua de la condición de mujer controlaron el miedo y el asco y, al decir con palabras sencillas lo indecible, rompieron el silencio y pusieron al desnudo al represor, a los violadores y a sus mandantes.

Si se me permite anotar una obviedad, esa valentía nace del miedo que todos y todas, antes o después, sentimos; y brota cuando la experiencia de vida propia y ajena, la ira personal y la solidaridad de nuestros pares nos permite controlar y revertir ese miedo tan nuestro.

La campaña por la libertad de los presos y por el castigo a los represores y violadores del poblado mexiquense de San Salvador Atenco y a sus mandantes tiene que ser la más amplia posible. Cualquiera sea la posición de cada persona o de cada organización sobre las elecciones, los candidatos, las campañas o las políticas, en la lucha por la libertad de los presos y presas de Atenco y el castigo a los violadores no puede haber barreras. Es preciso un gran movimiento nacional de todos quienes, sobre este punto único y tan profundo, estemos resueltos a ser solidarios, a denunciar, a no dejar de imprecar al poder violador,
a plantarle un hasta aquí y a oponerle un límite infranqueable: la condición humana del pueblo mexicano.

De lo contrario, la violación podría quedar incorporada como instrumento legítimo en los usos y costumbres de sus cuerpos armados, mucho más reales y arraigados que la ley escrita, y en el extenso repertorio de arbitrios mediante el cual ejercen sus funciones.

 
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