Mrs. Henderson presenta
Stephen Frears, el turbulento realizador británico de los años 80, se conoce más en México por sus posteriores superproducciones, que incluyen Héroe accidental, Mary Reilly y Las relaciones peligrosas, que por sus cintas más personales, confinadas al circuito del cine-club, a la televisión cultural, o al video/dvd en sección de cine de arte: Mi hermosa lavandería, Prick up your ears, Samy and Rosie get laid, The grifters. Su trabajo para la televisión británica, notable y prolífico (adaptaciones de obras de Alan Bennet, entre otros aciertos), explica sus periodos, a menudo largos, de silencio cinematográfico. A tal punto arroja su filmografía saldos muy desiguales de calidad e interés, que hoy suele pasar desapercibido en esa engañosa línea divisoria entre cine de autor y cine de mayorías. El eclipse es total si consideramos una cartelera comercial invadida por estrenos mundiales como El código Da Vinci, y la renuencia, o incapacidad, de muchos distribuidores para mantener en circulación cintas más meritorias, una realidad que se traduce en la muerte prematura de las propuestas europeas o asiáticas no comerciales, que llegan a nuestras pantallas a cuentagotas.
Mrs. Henderson presenta es la incursión más reciente de Stephen Frears en la evocación de un hecho histórico. En una mezcla de drama y comedia musical, el también director de Alta fidelidad, elabora la crónica del nacimiento del teatro Windmill, en el West End londinense, a finales de los años 30, poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. El guión de Martin Sherman insiste en su mayor atracción narrativa: la relación entre una viuda millonaria, Laura Henderson (Judi Dench), deseosa de hacer rentable su capricho de comprar un teatro (empresa menos arriesgada que procurarse a sus siete décadas un amante), y un empresario venido a menos, Vivian van Damm (Bob Hoskins), sin escrúpulo alguno para sacar provecho de una frivolidad semejante.
La fórmula del Windmill es original, un espectáculo continuo que combina teatro de revista y vodevil, y que pronto es copiado por otros teatros, hasta orillar a Mrs. Henderson a presentar algo más audaz: desnudos artísticos femeninos, de inmovilidad exigida por la censura, que simulen, en un kitsch consumado, a una Diana cazadora o a una Pallas Atenea -una propuesta visual decorosa, entre el Museo Británico y el Moulin Rouge parisino. Los diálogos entre la empresaria y lord Chamberlain, la autoridad supervisora, son divertidos y plagados de dobles sentidos picarescos. El espectáculo exitoso adquiere, con el estallido bélico, virtudes cívicas insospechadas. El desnudo femenino en escena, aliciente visual para las tropas encaminadas al matadero, derriba las últimas reticencias de la moral victoriana.
Esta crónica agridulce y romántica del Londres bajo los bombardeos, con su mezcla de showbiz, Blitz y seducciones otoñales, permite el lucimiento de dos actores formidables, y eso, más que el recuento puntual del hecho histórico, es la mejor distinción de la cinta. Otros retratos del periodo evocado tienen sin duda mayor interés dramático, como La esperanza y la gloria (Hope and glory, 1987), de John Boorman, por mencionar uno.
Lo interesante en Mrs. Henderson presenta es la recreación de una era donde la angustia de una civilización al borde del colapso tiene como contrapunto la reivindicación de un goce concentrado en los tal vez primeros y últimos desnudos sensuales al alcance de la vista. Mrs. Henderson recuerda la guerra anterior y a su hijo, quien, a los 21 años, falleció sin vislumbrar una sola vez ese goce. Stephen Frears contrasta el súbito brío empresarial de esta viuda alegre con el recuento de las miserias de una época, de una ciudad y de una colectividad confundida, evocando de modo jocoso el mundo del espectáculo en un momento histórico en el que la moral y las buenas costumbres zozobran forzosamente.
Desde nuestra cómoda perspectiva el asunto tiene visos de comedia ligera; en la recreación de esos años de plomo, todo goce sensual semeja, por el contrario, una conquista heroica.