La frontera convicta
Habría que comenzar esta historia en su remoto inicio, si es que realmente tiene alguno. Los 6 mil soldados que serán estacionados en la frontera entre México y Estados Unidos en los próximos meses llevan un mensaje triple: a) del Partido Republicano al electorado estadunidense, que debe hacer sus cuentas para votar el próximo noviembre; b) del Departamento de Estado al gobierno de Vicente Fox y, por la peculiar fecha del anuncio, a los electores mexicanos, que el 2 de julio decidirán el gobierno que regirá al país en los próximos seis años, y c) del Consejo Nacional de Seguridad a la gigantesca industria de polleros y tratas, que administran el tráfico de gente, droga y mercancías, cuyos ingresos superan hoy los 6 mil millones de dólares anuales, la maquina clandestina de ese polvorín que llamamos "la frontera". Una vez más, las grandes víctimas serán los hombres y mujeres que buscan trabajo y una vida un poco menos indigna.
Nadie en sus cinco sentidos en Estados Unidos duda de la inyección económica y simbólica que ha significado la emigración de más de 10 millones de mexicanos, que constituyen un segmento esencial de la población trabajadora de aquel país. Inyección económica porque, debido a los bajos salarios, permite a Estados Unidos mantener niveles competitivos multiformales, por ejemplo, con China; alivia los costos de la industria de los servicios, mantiene con vida a la producción agrícola y proporciona a la clase media (por medio de una nueva servidumbre) lujos con los que no cuenta ninguna gran potencia.
En favor de la emigración ilegal se cuentan las empresas trasnacionales como Wal-Mart y McDonalds (The Wall Street Journal ha sido su defensor más puntual), los agricultores, por supuesto, las empresas medias de la manufactura, las pequeñas empresas de Arkansas y Ohio, los restaurantes y las pizzerías de Nueva York y Los Angeles. Es decir, todos. Hoy, incluso la proteccionista AFL los apoya para aumentar sus niveles de sindicalización.
A menos, obviamente, que se avecine una recesión. Entre 1932 y 1934 fueron deportados casi 250 mil mexicanos a raíz de las consecuencias de la crisis de 1929. Cuando el empleo abunda en Estados Unidos, los inmigrantes son bienvenidos; cuando escasea, son perseguidos. Si faltara empleo hoy, en 2006, no se habría recurrido a la Guardia Nacional, sino a la deportación. Tal vez no de todos, pero sí de muchos. La política estadunidense nunca se ha tentado el corazón a la hora de regular su mercado.
Inyección simbólica, porque refuerza la idea central del American dream, que desde hace un siglo consiste, para los recién llegados, en obtener la ciudadanía completa. Millones y millones de emigrantes marchando en las calles de Chicago, Boston y Houston, exigiendo su americanización, representan una ofrenda al espíritu nacional como no se le había hecho desde la Segunda Guerra Mundial.
¿Por qué, entonces, las tropas en la frontera?
La debacle de la popularidad del gobierno republicano ha descendido a 31 por ciento (en una opinión pública donde las encuestas todavía cuentan). Una debacle que amenaza convertirse en un desplome electoral. Con un Congreso a la oposición, la presidencia del mismo Bush podría estar en peligro. Finalmente, Watergate no se olvida y las cuentas pendientes ya son desorbitadas. La militarización de la frontera, mucho menos costosa que la deportación, asesta un golpe de opinión que reúne dosis suficientes de racisimo, clasismo y miedo al intruso como para reordenar las predilecciones electorales. Al menos es lo que calcula esta estrategia del shock. Tal vez las tropas entorpezcan el flujo de inmigrantes, pero no están ahí para detenerlo sino para administrarlo. Vista desde el punto de vista militar, la Guardia Nacional es un asunto particularmente serio. Y se recluta en los pequeños poblados de Estados Unidos, donde la paranoia y la discriminación son las formas dominantes de la vida cotidiana.
Ahí donde hay quien necesite comprar algo, siempre habrá alguien que lo venda. No existen fronteras, leyes ni prohibiciones que puedan desactivar este antiquísimo principio. Y hablamos de la más esencial de todas las mercancías: la fuerza de trabajo.
El segundo mensaje es para el electorado mexicano. Frente a la opinión pública estadunidense, el responsable central de la crisis migratoria no es la sociedad mexicana, sino su gobierno, léase: Vicente Fox. No hay día en que la ineptitud económica, la incompetencia social y la corrupción de la administración actual no sean la comidilla de los noticiarios de CNN y NBC. Es obvio que Washington ha llegado a la conclusión de que, en el asunto de la migración, el panismo no sólo no ofrece una solución sino que es parte del problema. ¿Si no, cómo explicar que la Casa Blanca haya decidido anunciar la militarización un mes antes de las elecciones del 2 de julio? Por el mismo precio, podrían haber preparado la llegada de las tropas y hacer su anuncio público después de los comicios presidenciales.
Sea como sea, las preguntas para el próximo gobierno son más que evidentes: ¿Cómo canalizar los 50 mil millones de dólares que ingresan a México anualmente (petróleo, remesas, manufacturas, etcétera) hacia la inversión productiva? ¿Cómo desalentar la emigración ampliando el mercado interno? ¿Cómo restituir un mínimo de dignidad nacional frente a las vejaciones que sufren y seguirán sufriendo los trabajadores indocumentados?
Según los números (PNB, productividad, recursos naturales, etcétera), el país podría convertirse en un sólido socio de Estados Unidos y Canadá. En la realidad, el estamento político que ha gobernado desde los años 90 acabó por convertir a la nación en un pozo dócil de soluciones fáciles a las necesidades y necedades de un vecino que no quiere escuchar.