Usted está aquí: sábado 6 de mayo de 2006 Opinión John Rutter y la televisión a colores

Juan Arturo Brennan

John Rutter y la televisión a colores

Hace unos días, por invitación de la Fundación Anglo-Mexicana y con el copatrocinio de otras instituciones, se presentó en el auditorio Blas Galindo el compositor inglés John Rutter para dirigir tres de sus obras ante un ensamble mixto de instrumentistas y coros mexicanos. Su transparente Suite para cuerdas proviene directamente de la tradición de Gustav Holst y Edward Elgar. Su Suite antigua para flauta, clavecín y cuerdas está construida de manera sencilla sobre preceptos clásicos y formas tradicionales.

Finalmente, su Magnificat, la más interesante de las tres obras, planta sus raíces en ciertos elementos de la producción vocal de William Walton y Ralph Vaughan-Williams, y tiene sus mejores momentos en sus secciones extremas, el Magnificat inicial y el Gloria Patri conclusivo. Hasta aquí, la reseña más breve posible de la parte musical de concierto de John Rutter; lo verdaderamente fascinante ocurrió alrededor de la música.

De entrada, la anarquía, el caos, la romería, como ocurre siempre que se anuncia un concierto de acceso gratuito en el BlasGa, donde todavía no han aprendido a manejar multitudes. ¿Se imaginan ustedes las enormes carreolas con bebés de brazos en las empinadas y peligrosas escaleras del Blas Galindo? Lo mejor estuvo, sin embargo, en el hecho de que ahí estaba, con toda su parafernalia y algo más, un equipo de producción de Canal 22 para grabar el magno concierto con música de John Rutter, seguramente para su posterior transmisión.

La superproducción televisiva tuvo como punto focal un muy entretenido juego de luces de colores, proyectadas en paredes, pisos, techo, escenario, butacas y cuanto espacio libre hubiera en la sala de conciertos. Para solaz y entretenimiento del numeroso público, por si acaso la música de Rutter no levantaba pasiones, las alegres luces de variados colores se proyectaron en movimiento, con hermosas y ondulantes figuras salidas directamente del añejo espirógrafo que tanto extrañamos.

La idea central era realmente estupenda: cambiar de golpe y porrazo un color o una figurita cada vez que la orquesta o el coro profirieran un dramático acento musical. El problema fue que el joven encargado de la computadora de las luces no las traía todas consigo (ni mucha música por dentro) y sus dramáticos efectos de luminotecnia ocurrían varios compases después del momento crucial en la música.

El bonito juego de movedizas luces de colores alcanzó su mejor expresión en la segunda parte del concierto, cuando la idea esencial, ciertamente muy creativa, fue la de proyectar las ondulantes lucecitas sobre las caras del público y, de manera importante, sobre las caras de los cantantes del coro. (Si los divertimos, qué importa si los encandilamos).

Emocionado al máximo por el colorido despliegue, digno del concurso La Flor más Bella del Ejido, pensé que sólo faltaba la vaporosa efusión del hielo seco y el descenso de las alturas de un emplumado angelito para cantar el Magnificat. Angelito no hubo, pero de pronto una máquina de humo comenzó a vomitar sus vapores hacia el escenario, añadiendo un poderoso toque de dramaturgia visual. Lo de menos es que Ana Patricia Carbajal, directora de uno de los coros, tuviera que levantarse veloz para tratar (creo que infructuosamente) de hacer comprender a alguien del equipo de producción que no era muy buena idea llenar de humo químico un escenario en el que estaban más de cien cantantes. Detalle menor, pero ciertamente interesante.

Hay que reconocer, al menos, que la dinámica, colorida y sahumada producción de televisión fue plenamente congruente con la presencia escénica de la flautista Elena Durán, cubierta de pies a cabeza (literalmente) de lentejuelas y diamantina, desde la diadema de su micrófono inalámbrico hasta los tacones de sus zapatos. Como de costumbre, después de tocar indiferentemente lo que tenía que tocar, hizo su tradicional discurso en su español fracturado, agradeciendo a todos y reafirmando su acendrada mexicanidad.

Resultado neto: en medio de tal caos, tantas lucecitas, tantos colorcitos, tanto humo y tanta diamantina, la presencia y las obras de Rutter pasaron a un inmerecido tercer plano, y se hizo imposible analizar el concierto por sus méritos estrictamente musicales. Tenemos que congratularnos, sin embargo, por el hecho de que nuestra televisión cultural ya llegó al nivel de Cantando por un sueño. Por favor, avísenme cuando llegue al nivel de La hora pico. No quisiera perdérmelo.

 
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