Ideología y política exterior
El artículo 89 constitucional atribuye al Presidente de la República la conducción de la política exterior de acuerdo con algunos principios normativos entre los que destacan la autodeterminación de los pueblos, la no intervención y la igualdad jurídica de los estados. Dichos principios son expresiones de la soberanía en el plano internacional y, en consecuencia, fundamentos necesarios de la política exterior.
Desde la Constitución de 1917 y desde la enfática declaración de Venustiano Carranza en contra de cualquier forma de intervencionismo, hecha ante el Congreso de la Unión en 1918 y conocida con el nombre de Doctrina Carranza, los distintos gobiernos post revolucionarios enriquecieron y dieron prestigio a una política fundada en un nacionalismo incluyente y en una solidaridad con los países subdesarrollados.
Pero esta tradición jurídica e ideológica que se mantuvo viva a lo largo de ocho decenios, terminó de mala manera con el triunfo electoral de la derecha en el año 2000. El nuevo gobierno estrenó política electoral rompiendo el acuerdo histórico que teníamos con Cuba y cierra su mandato manifestando su aversión por los regímenes progresistas de América Latina.
Entre las principales razones de este viraje sobresale un enfoque erróneo de nuestras relaciones con Estados Unidos, que confunde una asociación mercantil con una comunidad política. Si bien es cierto que nuestro ingreso al Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la incontenible corriente de mexicanos que emigran al territorio estadunidense han creado y crearán nuevas formas de convivencia entre las dos naciones, resulta una desmesura imaginar que tales circunstancias pueden conducir, en un plazo previsible, a una verdadera integración entre sociedades tan notoriamente dispares como las nuestras.
Hay, de todas maneras, quienes así lo piensan y son los mismos que pretenden agregar a la desnacionalización de la economía la desnacionalización de la política exterior. Objetivos que pueden alcanzarse gradualmente con gobiernos como éste, cuya ideología es un híbrido de panismo cristero y neoliberalismo de rancho.
Hemos malentendido los mensajes de la modernidad. Adoptamos acríticamente un modelo económico que ha resultado funesto y nos apresuramos a desmantelar las estructuras del Estado antes que descubriéramos su utilidad operativa para gobernar a la sociedad. En materia de política exterior, hemos abandonado antiguas alianzas sin forjar nuevas y hemos perdido en rutina burocrática nuestra capacidad de iniciativa.
Más allá de las extravagancias de nuestros cancilleres y de los aspectos anecdóticos de estos asuntos, queda en claro que México perdió el papel protagónico que desempeñaba en nuestra región, pues, como cualquier observador sabe, no se puede hacer política en el área del Caribe y Centroamérica sin contar con Cuba y con Venezuela. Tampoco nuestros intercambios con otros países sudamericanos se encuentran libres de asperezas y, desde luego, estamos fuera de sus alianzas y acuerdos en temas esenciales de cooperación financiera, energética y comercial.
El desastre puede resumirse en pocas palabras. Tenemos malas relaciones con varios países y excelentes con ninguno. El Presidente de la República no ha reconquistado la simpatía del gobierno de Washington, a pesar de haberse convertido en apóstol gratuito del libre mercado y, por cuenta del mismo apostolado, ha perdido la confianza de la comunidad latinoamericana.
Reconstruir o recrear una clara política exterior es una de las tareas más urgentes que habrá de afrontar el próximo gobierno. Para hacerlo tendrá que comenzar por recomponer sus relaciones bilaterales y multilaterales con los países latinoamericanos y caribeños. Y, de modo inmediato, anunciar la normalización plena de relaciones con Cuba y con Venezuela.
Tendrá, asimismo, que formular una política con Estados Unidos orientada por el respeto y la solidaridad de vecinos que comparten fronteras e intereses comunes. De vecinos que tienen mil puntos de contacto y mil oportunidades de convertir los conflictos en acuerdos si se sitúa cada asunto en la esfera y nivel que corresponde a su naturaleza.
Pero de momento no conviene detenerse en el detalle de reformas reglamentarias y administrativas que son necesarias para el mejor desempeño del servicio diplomático y que, por tanto, deben hacerse. Es imperativo ir al fondo del problema y empeñarse en un cambio radical de política exterior que devuelva las aguas sueltas al cauce de nuestras mejores tradiciones diplomáticas y que contribuya a la necesaria renovación de nuestro proyecto nacional.
* Texto leído en el foro de Reforma del Estado