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Jueves 4 de mayo de 2006

Soledad Loaeza

El político errante

El tema del siglo XXI es la migración. En esta semana las páginas de los periódicos se han visto inundadas por notas a propósito de las manifestaciones de los latinos en Estados Unidos, que rechazan el plan que se ha propuesto en el Senado en Washington relativo a la regularización de su presencia en ese país. En México también las migraciones son un asunto que ha ganado espacio en la vida política, pero no es la misma que ha movilizado a cientos de miles en Los Angeles o en Chicago, sino la que ocurre entre partidos. El movimiento se ha intensificado al calor de la integración de las listas de candidatos, sin más justificación ni explicación que el interés del o la susodicha de formar parte de los órganos del poder.

El político errante se ha convertido en una figura notable en la muy cercana elección presidencial mexicana. No pasa día en que no se anuncie que un tal, antiguo miembro distinguido del PRI, o un cual, militante connotado del PAN, ha ingresado a las listas de un partido contra el que se postulaba apenas 24 horas antes. Algunos querrán defender estos vaivenes en nombre de la libertad de movimiento, que es una garantía constitucional. Muy bien. No obstante, estas migraciones no ayudan a la consolidación de nuestras instituciones democráticas, porque sugieren que las diferencias entre los partidos son insignificantes, pues a los políticos errantes les da lo mismo que los postule el azul, que el amarillo o el rojo; o bien, que los partidos son ellos mismos insignificantes, pues lo único que cuenta es el candidato que solito arrastrará votos, dado que a los electores les vale un pepino quién lo postula y les importa todavía menos cuál será su actuación en el Congreso. El político errante se compromete sólo con su curul. Una vez elegido actuará según su leal saber y entender, lealtad que sería lo mínimo que podríamos esperar de él, o ella, aunque nada asegura que mantenga siquiera este mínimo.

Lo notable de este tipo de político -y de las dirigencias partidistas que los acogen y los promueven- es que no tiene el menor escrúpulo para abandonar a sus correligionarios o las causas y promesas que algún día lo llevaron al poder, porque todos ellos son políticos profesionales. Es decir, la mayoría de ellos tienen una trayectoria de larga data, asociada, quiéranlo o no, con el PRI, aunque tanto el panismo como el perredismo han producido sus propios políticos errantes. Tampoco sienten la obligación de explicar a los electores los porqués de su decisión de pasar de uno a otro, y hasta de volver a la formación de la que salieron enfurecidos porque los habían excluido de alguna lista. Frente a todos estos movimientos, los más de ellos inexplicados, los electores hemos mostrado una paciencia y una comprensión infinitas, pero ha sido un error no exigirles por lo menos una explicación, ya no digamos un examen público de conciencia para que entendamos las razones por las cuales decidieron abandonar las filas de su partido de origen. Nuestra vida pública se vería enriquecida si lo hicieran, pero no lo hacen, y con ello sólo contribuyen a trivializar la militancia partidista, las plataformas de gobierno y hasta las promesas de campaña.

Las dirigencias de los partidos también son responsables de tan grave omisión. Una de sus funciones centrales es mantener la coherencia de la organización, nutrir una identidad clara con base en ideas y valores precisos, ofertas de gobierno y compromisos de largo plazo. Al admitir al político errante sin más cartas de recomendación que su paso por el poder, sus supuestas habilidades o relaciones políticas, están creando adefesios que reúnen componentes que creíamos irreconciliables. ¿Cuál puede ser el aspecto de un partido con cabeza de priísta, vientre de panista y patas de perredista? Nada más imaginarlo resulta aterrador.

Es cierto que el PRI fue durante años una gran escuela de cuadros políticos. De ahí que no debería sorprender que en la formación del pluripartidismo hayan intervenido tantos antiguos priístas. Sin embargo, a 20 años de iniciado este proceso, uno de cuyos motores fue la escisión de ese partido, cabe distinguir entre aquellos que, como Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo abrieron brecha, y los que ahora siguen por ese camino. Los primeros pagaron costos por su decisión, corrieron el riesgo de verse marginados de la vida política, como había ocurrido con muchos que en el pasado se habían lanzado a aventuras similares; en cambio, el político errante de hoy día no tiene costos, no corre más peligro que perder la elección, cuando de todas maneras ya había sido derrotado en su propio partido. En cambio, la llegada de los perdedores en un partido sí le puede costar a la organización que lo recibe, además con bombo y platillo. Este es una de las rarezas de nuestros partidos: que quieran ganar con perdedores.


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