Usted está aquí: jueves 20 de abril de 2006 Opinión Un tufillo aznariano

Adolfo Sánchez Rebolledo

Un tufillo aznariano

Tal vez estemos ante el fin del veranillo de la democracia en México. De algún modo, vivimos en un mundo que nadie había imaginado. Ni los revolucionarios de épocas olvidadas; ni los demócratas con sus sueños ilustrados y laicos. Es como si nos hubiéramos quedado a la mitad del camino hacia ninguna parte. Tenemos, eso sí, las formas democráticas otrora subestimadas: elecciones, división de poderes, libertad de expresión y un sinfín de pequeñas y grandes conquistas muy apreciables, pero el país no va bien, algo falla en sus entrañas a juzgar por las actuales campañas.

Al ruido mediático de las alturas se suma el silencio opaco del abstencionismo, la falta de interés por "elegir" ante opciones cada vez más difusas y poco creíbles. Contra lo que se dice, no hay una irreductible confrontación de "proyectos de país", una disputa por la nación, clara y visible que trascienda, por ahora, los círculos de enterados de los simpatizantes de fila.

Sin embargo, la posibilidad de una modificación en la actual correlación de fuerzas desata las peores pasiones y pone de relieve hasta qué punto la derecha, como siempre, defiende sus propios privilegios, cuyo crecimiento exponencial salta a la vista en los últimos sexenios. Han "capturado" las instituciones, la economía, los centros de mando de la economía y esa fábrica de presunciones ideológicas que son los medios electrónicos.

Dicho de otro modo: la oligarquía bipartidista ha dictado su propia inmutabilidad, ha hecho de ella una esencia nacional, como lo fue el monopartidismo o el fraude electoral en el pasado. ¿Podría un candidato del PAN ofrecer algo más que corregir los errores del foxismo con la venia del PRI en el Congreso? ¿Podría Roberto Madrazo proponer otra cosa que no fuera la ya conocida alianza con el PAN de Calderón para volver a la senda de la "modernización del Estado", tal como se plantea en México desde Miguel de la Madrid hasta Carlos Salinas y sucesores? ¿Les importan los millones de pobres, la desigualdad manifiesta, la polarización desorbitada de una sociedad ciega ante sí misma? Obviamente no. Antes se fracturarían tales partidos que elegir un rumbo diferente. Y las experiencias sobran. A la vista está la votación de la mayoría bipartidista para pasar las reformas a las leyes de radio, televisión y telecomunicaciones, por ejemplo. Para los portavoces de esa política, quienes se oponen a reformas semejantes son "conservadores", indignos de gobernar el Estado y, por lo mismo, representan un peligro que no admite componendas. Todo está atado, y bien atado, incluso con las fallas reveladas por la alternancia.

De allí viene el tufillo aznariano de las campañas panistas, la apuesta por crear un clima de incertidumbre y temor, pues la desconfianza hacia la política y los políticos halla en el miedo su gran justificación, la coartada donde la derecha cree hallar fuerzas para vencer. Por eso, cuando López Obrador declara que su "proyecto de nación" difiere del vigente y promete cambios, se lanzan en contra suya fuerzas muy superiores a las que podrían reunir sus contendientes en la campaña, incluyendo al Presidente de la República, que no ha dejado de usar su posición para influir en la contienda. A López Obrador se le quiere destruir, no vencer mediante el libre juego democrático. La mejor prueba de ello está en la actitud que asumieron los jefes del panismo, incluido su "candidato buena onda" contra Elena Poniatowska.

Las afirmaciones de Espino (y las de Felipe) se conllevan con una idea de la política donde el adversario puede ser atacado al margen de las mínimas reglas de civilidad. Se le critica por ser una gran escritora, por su actitud de compromiso político y moral con unos ideales, como si la política estuviera reservada a los indigentes intelectuales como Espino que pululan en las listas de muchos partidos.

Se dice con cinismo que la política es una actividad amoral, donde no cabe invocar la obra o la calidad humana a favor de una causa. No lo creo, pero en todo caso nada nos obliga a reconfortarnos por ello, a solazarnos en la suciedad que algunos ofrecen como forma de vida. Y el IFE, bien gracias, esperando a poner la silla vacía, triste metáfora de nuestra democracia.

 
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