Botellas al mar
Varias cosas tenía en qué pensar el amigo Robinsón, algo que le pasaría a cualquier perdido en el sur del océano con serias dudas de si saldrá de ésa, cuándo, cómo, y luego, qué. Cedamos aquí el micrófono al náufrago que un día salió de Tasmania a lo güey:
"Un día, dos, tres sin hablar. Sin decir palabra. Eso lo aguanta uno. Sin darse cuenta. Al cuarto, concientemente, empecé a soltar improperios, interjecciones, maldiciones a mi suerte. Al séptimo día, o un poco más, me empecé a hacer a la idea de que la cosa tomaría tiempo (que no era lo mismo que resignarme). Y dije en voz alta 'qué la chingá', tranquilizándome.
"La isla era chica. Para mí solo, suficiente y hasta grande. Me tomó dos semanas circundarla, y hacerme una idea general del territorio, pero todavía un año después seguía descubriendo nuevos parajes, un árbol de clase desconocida, un reptil, insecto o pájaro. Soy naturalista, pero teórico; las ciencias morfológicas, las enumeraciones, registros y 'lineos' no son mi fuerte. Tampoco los trabajos de campo. No sé dibujar, además. Dediqué pues mi atención a obtener papel y tinta, más que a la exploración organizada de ese pequeño y absurdo pedacito de planeta que se adueñaba de mí, y no al revés.
"¿Qué, saldría de allí con un paper publicable en algún journal de los que solía frecuentar en el viejo tiempo real? ¿Una extensa memoria que la Sociedad Geográfica pagaría bien por tener en su número de Navidad? Ni se me ocurrió. Ahora que recibo ofertas del tipo, no estoy de humor y me ahorro responder.
"Poco a poco fui tomando la imperceptible costumbre de hablar en voz alta y dialogar en apacible esquizofrenia. Olvidé, sin percatarme, como siempre en los olvidos, el asunto de los pingüinos verdes que me había conducido a esa situación tan determinante como desesperada. Supongo que también hubo en mi olvido algo de venganza emocional.
"Las primeras cartas que lancé al mar no imaginaban un destinatario particular. Eran un llamado a la humanidad, un desesperado auxilio/socorro. Pero así como te cansas de lamentarte, te cansas de suplicar a ciegas y te cansas de las esperanzas sin fundamento. Siempre incluí información descriptiva en inglés, que me parecía el idioma más internacional, pero el contenido, y ahí sí ni modo, era en este castellano a falta de uno mejor.
"Se me fueron apareciendo 'ideas' de interlocutores. Como poblar el aire con seres ausentes. Ganaron forma, y en ciertos casos nombre. Bueno, es que pronto me dio por bautizarlo todo. La apropiación posible, ¿no? La isla se llamó Fernandina, sin motivo. Suena a Salgari, tal vez. Hubo entonces un farallón El Chivo, una playa Esmeralda y otra Lapizlázuli y otra Coralina, una roca Lobos, una poza de la Iguana, y La Rajada era el terraplén rodeado de rocas musgosas donde edifiqué mi cobertizo que creció a cabaña pero no mucho, pues las manualidades se me dan lo estrictamente necesario y cuanto antes las termine, mejor. El nombre de La Rajada se debía a la grieta de la roca mayor, como de quince metros de alto, que tenía la forma de una mujer alta y desnuda, y su rajada ocupaba un espacio grande o al menos así se lo figuró mi cabecita deshabitada.
"Entre más me dediqué a onanizar las playas y preñar botellas con páginas y páginas, más empecé a pasar los días cerca de La Rajada. Pasado un tiempo, me volvía hogareño. Sólo a veces me tiraba a pasear, pescar o perderme en lo imperdible de Fernandina. Ocasionalmente dormía donde me alcanzaba la noche, si bien pronto supe que el invierno austral es frío y procuraba resguardarme. Estando en ninguna parte, necesité imaginar a mis interlocutores en algún lado. Teniendo de referencia Nueva Zelandia y Australia al occidente, y al norte el Mar del Sur, inmenso y topográficamente inaccesible, me aficioné a tirar botellas desde la costa oriental, como si fuera posible llegar a la Tierra del Fuego argentina o las playas de Chile. El sur antártico me dejaba frío y me inspiraba menos.
"Los mensajes eran a veces descripciones del lugar, o autorretratos como de blog narcicista, o digresiones quesque filosóficas, o retahílas de nombres de los colores, o de flores que lograba recordar de mis años universitarios en el departamento de Botánica. Hice cartas de amor a Dulcineas y Beatrices pasadas o futuras, fábulas de doña Lagartija y don Morsa, cuentos de marinos asesinos y de hadas. Llegó un día que dejé de firmar con mi nombre. Dejé de llamarme. Me volví nadie."