La raza dice adiós al sueño americano
Tras la guerra de 1847, Estados Unidos se anexó por la fuerza más de la mitad del territorio mexicano, hecho que no deja de aprender ningún niño de México y que tiende a permanecer en sus corazones tricolores como un recuerdo doloroso y profundo. Hoy todo parece indicar que en el futuro próximo, entre 2050 y 2080, esos territorios o al menos una fracción serán recuperados de manera pacífica por los propios mexicanos. ¿La fórmula? La invasión silenciosa de quienes emigran año con año hacia el norte; la riada de compatriotas que se arriesga, legal o ilegalmente, a cruzar la frontera; el flujo masivo de nacionales que se ven obligados a dejar sus lugares de vida y nacimiento. Tamaña paradoja: quienes se van expulsados de su tierra terminarán volviéndose héroes de un desagravio nacional. En esta nueva perspectiva, los marginados del desarrollo no sólo aportan ya mediante sus remesas un insumo notable a la economía nacional (15 mil millones de dólares en 2005), también habrán de convertirse, dos siglos después, en los miembros de un ejército de recuperación de la dignidad del país
Debemos al polémico investigador estadunidense Samuel Huntingtcn, autor de El choque de las civilizaciones (1997), haber llamado la atención de la opinión pública del país del norte sobre un fenómeno que al menos en los círculos académicos mexicanos y en el inconsciente colectivo del país ya era de suma conocido: la reconquista demográfica de los territorios perdidos, la mexicanización, vía migración y capacidad reproductiva, de Estados Unidos.
Y es que la nación estadunidense había sido, históricamente, resultado de la llegada de numerosos contingentes de inmigrantes (especialmente de Europa y Asia), que una vez en el nuevo suelo se olvidaban de su historia, disolvían sus identidades originales mediante su inserción e integración sociales, y terminaban por abrazar, en cuerpo y alma, el ansiado sueño americano.
La inmigración mexicana -afirma Huntington (Foreign Policy, marzo-abril, 2004)- no tiene precedentes en la historia. La experiencia y las lecciones extraídas de la inmigración pasada resultan de escasa relevancia a la hora de entender la dinámica y las consecuencias de esta nueva inmigración. La inmigración mexicana difiere de inmigraciones pretéritas y de la mayoría de las restantes en la actualidad, debido a una combinación de seis factores: contigüidad con su país de origen, número, ilegalidad, concentración territorial o regional, persistencia y presencia histórica.
Las estadísticas que preocupan a Huntington, y que lo han hecho afirmar que "la primera amenaza a la integración y permanencia de la sociedad estadunidense serán los flujos de inmigrantes mexicanos", hablan: si en los años setentas la oleada legal mexicana se estimó en 640 mil, en los noventas fue ya de 2.25 millones. En 2000 el número de ciudadanos estadunidenses nacidos en México era de 7.84 millones, los cuales sumados al número estimado de mexicanos viviendo ilegalmente (4.8 millones) alcanzan un total de casi 13 millones. A esta cifra deben sumarse los hijos de esta generación y de las generaciones anteriores que siguen reconociéndose como hispanos, los cuales en 2002 superaron en números a la población negra.
Estas cifras catapultadas al futuro próximo hacen suponer que la hora de la reconquista ya está en marcha, especialmente si se piensa en las altas tasas de reproducción de las familias mexicanas y otros factores. Es muy probable, sin embargo, que el elemento principal de este fenómeno no sea demográfico, ni migratorio o geopolítico, sino cultural e ideológico.
No puedo dejar de recordar el libro de Alan Riding (Vecinos distantes) que, escrito hace dos décadas, supo apreciar un fenómeno que hoy se ha vuelto determinante: en ningún lugar del planeta dos países tan diferentes en lengua, historia, cultura, religión e idiosincrasia comparten una frontera tan extensa. Este hecho se ve acentuado por la nada despreciable situación de que buena parte de los inmigrantes proviene de lo que Guillermo Bonfil llamó el México profundo: los pueblos indígenas. Y entonces ya no se trata de oponer solamente un nacionalismo, sino una manera muy distinta de percibir, construir y vivir el mundo.
A lo anterior debe agregarse el creciente deterioro moral e ideológico del sueño americano. Y aquí aparecen todos los males imaginables: monopolios, imperialismo, individualismo, crisis de los valores familiares, corrupción corporativa, drogadicción, máxima contaminación industrial, creciente despilfarro de energía, ciencia para la guerra, incremento del riesgo, ausencia de espiritualidad. La crisis de la sociedad estadunidense, que es una crisis de la civilización industrial, es antes que todo la desvalorización de su sueño.
Entre las hamburguesas y los tacos, entre el narcisismo individualista y el relajo colectivo, entre la cultura de masas (electrónica, anónima, distante) y la cultura del barrio, la comunidad o la familia, entre los cuerpos entrenados para la eficiencia industrial y los cuerpos buscadores del juego, el baile y el amigo; entre el mundo anglosajón, protestante, pragmático, eficiente e individualizado y el universo mestizo (indio e hispano), católico, lúdico, informal, creativo y gregario, los inmigrantes se están decidiendo por lo segundo.
Y eso no quiere decir que la raza tenga que renunciar a todo aquel confort, placer o ventaja que pueda ofrecerle la sociedad más opulenta del planeta. Pero una cosa es "convertirse a" y otra "convertirlo en". En fin, que las protestas masivas de las últimas semanas, la energía que ha brotado como un volcán en numerosas ciudades estadunidenses, y todo lo que ha significado de atrevimiento, afirmación y quiebre de mitos y paradigmas la toma de las calles, indica que la enorme mayoría anda ya buscando los cables ideológicos que les conecten su pasado con su presente y su porvenir. Y que esta batalla, la de construir un nuevo sueño más allá del que les ofrece el país del norte, ya ha comenzado.