Usted está aquí: viernes 31 de marzo de 2006 Opinión El fulgor de la palabra

Aline Pettersson

El fulgor de la palabra

Querido Salvador, hará alrededor de 30 años que te escuché, al teléfono, conmovido desde tus hondas grutas nasales. Habías leído una esquela con un nombre muy cercano al mío. No era yo, pero ahora eres tú quien se va y yo quien se llena de pena.

Elizondo, el enamorado de los laberintos de la escritura, el innovador de un estilo que te hizo remontar las alturas. El hombre irónico sumergido en la palabra. Vaya, dentro de sus juegos y rejuegos fue transcurriendo tu tiempo. Y yo quiero manifestarte mi gratitud por tu apoyo generoso. Porque fuiste tú, Salvador, quien me tendiera la mano en un entonces muy viejo. Tú quien me franqueara las puertas de ingreso a la literatura.

Tus obsesiones fueron consecuentes hasta el fondo, Valéry, Mallarmé, Joyce brotaban de tu boca entusiasmada. Qué deleite conversar en el porche de tu casa a la vera del jardín bebiendo cerveza y dejando que la luz se filtrara entre las plantas. El tono inconfundible de tu voz, de tu risa, de tu sarcasmo que disecaba al sujeto, tan incisivamente como el médico chino de Farabeuf, investían la charla de un fuego extraño y, la verdad, el aire se llenaba de carcajadas irreverentes e incontenibles.

El brillo de tu palabra se permeaba en el habla y se tejía con firmeza en tus escritos. Eras riguroso pero, al mismo tiempo, no te tomabas en serio. Y eso, Salvador, es algo más que agradecerte. Tu manera de ser hacía que los temas saltaran de un lado al otro, desde la pomposa trascendencia hasta la conducta de tus perros, todo iluminado por tu inteligencia sagaz. Eras el gran provocador.

Traías al presente, por ejemplo, tu estancia infantil en Alemania en los albores de la Segunda Guerra Mundial, ello te marcó con fuerza, como te marcó tu estancia en una escuela militarizada. Y, si infancia es destino, esa parte brutal acaso te hizo ser quien fuiste. Escribir lo que escribiste, interesarte en explorar hasta lo más profundo el papel de la palabra, pero también del silencio. Entender que el lenguaje es el universo del hombre y que tú decidiste instalarte dentro de sus pliegues para retorcerlos, para exprimirlos sin misericordia.

Podría hablar de las bondades de tus libros -ya lo harán otros-, pero lo que yo quisiera decirte es que tú -tu persona con rasgos de duende-, la luz de tu mirada no podían ocultar el amplio juego mental que muchas veces debes haber dosificado en el habla. Tu pensamiento iba más lejos.

Quedarás siempre entre quienes te conocimos como esa leyenda que eras. Y no hay más consuelo hoy que la pervivencia de tus libros que no envejecerán nunca porque nunca apostaste por lo inmediato. Tu búsqueda no estaba inscrita en lo fugaz. Lo estaba en el discurrir por los cauces de la inteligencia, por las posibilidades seductoras del lenguaje que manejaste con tanta maestría.

Gracias, Salvador.

 
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