Usted está aquí: jueves 16 de marzo de 2006 Política Bajos sueldos y nulas prestaciones, la oferta en pocitos de carbón del norte de Coahuila

En promedio, cada dos meses ocurre un accidente que enluta a familias de trabajadores

Bajos sueldos y nulas prestaciones, la oferta en pocitos de carbón del norte de Coahuila

JAIME AVILES ENVIADO

Ampliar la imagen En los dormitorios, familiares de los mineros atrapados en Pasta de Conchos esperan noticias sobre los avances del rescate Foto: María Meléndrez

La Florida, Coah., 15 de marzo. ¿Cuánto gana un minero en los pocitos de carbón del norte de Coahuila trabajando como jornalero sin prestaciones de ninguna especie? Eso depende: los barreteros, que extraen el material en el subsuelo, obtienen 90 pesos por tonelada, mientras los hueseros, cuyo esfuerzo físico es mayor, cobran apenas 40 pesos por cada mil kilos que trituran a golpe de marro. Y no hay más: la región, por desgracia, no ofrece opciones más agradables.

Camillas de la Cruz Roja, patrullas de la policía, brigadas de rescatistas, hombres y mujeres llorando, cementerios, tumbas abiertas, cruces y lápidas y de nuevo camillas, uniformes, luto y dolor sin fin es todo lo que deja esa vida miserable cuando aquí se produce un accidente, en promedio, cada dos meses. En la minúscula sala de redacción del periódico La Voz, de la cercana ciudad de Sabinas, hay una caja de cartón con cientos de fotografías que dan testimonio de los desastres más recientes.

Pero aquí, en la negra tierra del ejido La Florida, Oscar Long Rivera, hijo de Oscar Long González y nieto de Julio Long Lee, emigrado de origen chino, afirma que los suyos son los pocitos "más seguros de la zona". Tiene cinco, de los cuales, dice, "tres ya están vacíos y al conectarse debajo de la tierra ahora sólo sirven para que entre el aire y salga el (gas) metano". El cuarto es el que está produciendo actualmente y el quinto se encuentra apenas en etapa de perforación.

Oscar estudió administración, pero su padre lo metió en esto, confiesa, y ahora ya le gusta "el jale (trabajo)". Enfundado en sus guantes de carnaza, sus pantalones de mezclilla y su inmensa camiseta, cada prenda más sucia que la otra, es un hombre tan grande como su amplio vientre y sus pesadas máquinas amarillas y renegridas -una pala 950, otra C-235, un bulldozer T8K, un tractor Michigan 55 y una cargadora 922- que él mismo maneja entre nubes de diesel chamuscado, apilando una montaña de carbón que pesa, "porque apenas es miércoles", afirma, 60 toneladas.

Sobre la boca del único pocito productivo hay cuatro tubos de acero que en lo alto sostienen un gancho, conectado a un cable de acero, que movido por el motor de un Chevy Monza 2000 hace bajar y subir un barril de hierro, de 400 kilos de peso, en el se trepan los mineros para bajar al fondo y cortar con martillos neumáticos los trozos del carbón que es el pan negro de cada día de sus vidas.

Long Rivera muestra un aparato plateado, del tamaño de un radio, con una ventanita de cristal en la que saltan números digitales rojos cuando se aprietan ciertos botones. Es un metanómetro, aparato que mide la concentración de gas en los túneles del pocito. Cada mañana, explica, antes de iniciar las labores, "baja un gasero a checar niveles. Si hay más de 1.5 por ciento, no permito que trabajen los peones, porque ya es peligroso".

Hay pocitos, añade, en que "te obligan a trabajar hasta con 3 por ciento de gas; yo no lo hago, porque un accidente te puede costar el patrimonio de toda una vida, pero hay gente que le vale madre. Con 3 por ciento el gas no te envenena, porque no es tóxico, pero si de repente sube a 4.5 se puede producir un flamazo; a ese nivel ya es inflamable, y a 5 por ciento es explosivo. Yo esos riesgos no tengo por qué correrlos", insiste.

Este pocito, confiesa, le produce 20 toneladas al día o 120 a la semana, y la Comisión Federal de Electricidad (CFE) le compra la tonelada a 485 pesos, "pero siempre pagan menos, dicen que el carbón trae mucha ceniza o mucho azufre y te lo devuelven. Yo me encargo del flete y del salario de los mineros; rico no me estoy haciendo, pero salgo tablas y no me quejo".

Aparte de los pocitos, Long explota un tajo a cielo abierto, al cual lleva a los enviados de este diario. Al final de una vereda que baja hasta el lecho de una laguna negra, como de aceite, estancada entre varios promontorios de tierra parda, cortadas a ras por otras máquinas, se ven las franjas horizontales y los colores de distintas capas geológicas, ocres, rojizas y pálidas y, aprisionadas entre ellas, aparecen los negros filones del carbón, que se divide en dos categorías.

Uno es apto para transformarse en combustible, que moverá los dinamos de las plantas carboeléctricas de la CFE y otro sirve para mantener al rojo vivo los altos hornos de las fundidoras de acero de Monclava, pero también los de las fábricas de cemento de todo el país.

Mientras Long, con extraordinaria amabilidad comparte con el reportero algunos secretos de su oficio y se jacta de los buenos salarios que paga a sus trabajadores, la fotógrafa María Meléndrez habla con éstos y obtiene datos que contradicen al pequeño pero corpulento empresario.

"Cuando sacamos 400 pesos a la semana decimos que nos fue muy bien", explican los muchachos en voz baja. "Lástima que casi nunca nos va muy bien; con que nos vaya bien a secas nos damos de santos."

 
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