Usted está aquí: sábado 4 de marzo de 2006 Opinión De cámara en la sala Chávez

Juan Arturo Brennan

De cámara en la sala Chávez

A pesar de su tamaño compacto, la Sala Carlos Chávez del Centro Cultural Universitario es un espacio difícil de llenar, por razones diversas que van desde un entorno físico poco propicio y en ocasiones ruidoso, hasta cierto desinterés de un público que parece sufrir por temporadas del síndrome de la aversión camerística.

Sin embargo, en lo que va del año, ese espacio ha registrado muy buenas entradas para los conciertos de la programación universitaria de cámara, lo cual permite suponer que el público se está curando de su alergia a la música intimista, o que se está dando un reflejo de la sobresaliente programación propuesta el año pasado, particularmente en el rico y variado mes de octubre. Dos conciertos recientes realizados en la Sala Carlos Chávez ante sendos llenos constituyen buena muestra de ello.

El primero estuvo dedicado a tres de los llamados Cuartetos Haydn, compuestos por Wolfgang Amadeus Mozart, con dedicatoria a su ilustre colega y amigo. La ejecución estuvo a cargo del Cuarteto Kuijken, guiado desde el primer violín por Sigiswald Kuijken, referente indispensable del quehacer de la música antigua en nuestro tiempo. Si bien ya se ha hecho hasta cierto punto usual escuchar ejecuciones de música barroca con instrumentos antiguos y prácticas interpretativas de la época, las incursiones de este pensamiento sonoro en la música del periodo clásico nos han llegado con menor frecuencia.

Por ello resulta un deleite doble escuchar a Mozart interpretado bajo esos parámetros estilísticos, por músicos de tan alto nivel. Como suele suceder en este tipo de ejecuciones, el Cuarteto Kuijken permitió a los oyentes dejarse envolver por texturas instrumentales de una singular transparencia, lo que en el caso de estos cuartetos maduros de Mozart es particularmente atractivo, debido a las propuestas contrapuntísticas y formales audaces, en ocasiones inclusive temerarias, que el compositor salzburgués propuso en estos ejemplares cuartetos.

Además, el Cuarteto Kuijken logró un balance instrumental delicioso, colocando con precisión y elegancia cada línea sonora en su lugar justo, y a la vez realizando con exquisita fluidez los sutiles cambios mozartianos en el ámbito de la conducción de voces. Todo ello, sin perder nada de la fuerza expresiva y la energía que caracterizan a la mejor música de Mozart. Entre otras cosas, interpretaciones realizadas con este espíritu experimental en el que lo antiguo se vuelve actual, y con este nivel técnico y expresivo, permiten confirmar una vez más cuán equivocados están aquellos que tratan de convencernos de que la música de Mozart es una cosa linda, facilita y suavecita. Nada más lejos de la verdad.

Por desgracia, el proyecto inicial de ejecutar los seis Cuartetos Haydn en dos veladas consecutivas se frustró debido a que Wieland Kuijken, violoncellista del ensamble, debió partir para atender una emergencia familiar.

El segundo concierto, colocado en un extremo estético y musical muy lejano pero igualmente rico, estuvo a cargo de Helena Bugallo y Amy Williams, quienes abordaron obras del siglo XX para piano a cuatro manos. La primera parte del programa estuvo dedicada a la exploración de los fascinantes Estudios que Conlon Nancarrow concibió originalmente para piano mecánico, y que aquí fueron presentados en transcripciones para dúo de piano realizadas por las propias intérpretes y por Erik Oña.

Además de las asombrosas cualidades rítmicas y contrapuntísticas, de alta complejidad, que son el principal atractivo de los Estudios de Nancarrow, fue posible percibir con claridad la enorme deuda que este compositor pionero tiene con el blues y otras expresiones afines, en el entendido de que la mayor parte de los Estudios transita, en sus componentes armónicas y melódicas, por ámbitos sonoros emparentados de cerca con el blues.

Para la conclusión de su recital, Helena Bugallo y Amy Williams hicieron una poderosa, coherente e intensa ejecución de la transcripción para piano a cuatro manos que el propio Igor Stravinski hizo de esa partitura seminal suya que es La consagración de la primavera.

Gracias al control pleno de las pianistas sobre este endiablado material fue posible seguir con toda claridad el telúrico pensamiento stravinskiano en un ámbito de abstracción que, al ser despojado de sus colores orquestales tan conocidos, se transforma en una experiencia sonora casi inaudita, en el mejor sentido del término.

 
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