Por
Joaquín
Hurtado
A la memoria de Juan Soriano
La voz de la niña pide: "¡canten,
canten más fuerte!" Es la Niña curandera. A su consultorio
se ingresa a través de una leve cortina de retazos de colores
agüitados. ¿Qué hago entre los cantos chillones de
señoras, niños y ancianos apiñados en esta antesala
de adobe, nave de la jodidez extrema. ¿Qué hago en estos
desiertos a cien kilómetros de mi comodidad decadente? Fulguran
ante mí decenas de ojos cosidos de polvo. Van y vienen unos pasos
tambaleantes en el filo de las tolvaneras.
Estoy en Paredón, Coahuila. Es una mañana de sol lagartijero.
El cielo: cazuela color azul eléctrico. "La Niña lleva
curando tres años y apenas va a cumplir doce", me informa
Margarita, una vieja sin dientes, como si leyera mi pensamiento. "¡Canten,
canten más fuerte!" insiste la vocecilla desde el otro cuarto. "Es
que con los coros ella se concentra mejor", explica un avejentado
chaval con gorra de beisbol. Sale una pareja, ella trae un bebé en
brazos. Los puros huesos.
Una regla importante: no cruces piernas ni brazos, eso "la amarra", "la
traba", inmoviliza a la Niña en sus labores terapéuticas.
No, no te rías, me digo, cuando por descuido pongo los brazos
en cruz y de inmediato me reprende la voz de la Niña: "Por
favor señor, no me encadene, que tengo mucho quihacer". Ah
canijo, ¿y cómo se dio cuenta la Niña que yo había
desobedecido? Aún no tengo respuesta. Me pongo colorado, pálido,
sudo de vergüenza frente a las miradas reprobatorias de las señoras
que no pierden la cuenta del rosario, vigilando mi comportamiento con
celo perruno.
Los que no cantan, rezan; los que no rezan, dormitan; los que agonizan,
esperan con paciencia lo que sea; y los que no esperamos maldita cosa
simplemente no sabemos qué hacer con nuestras manos. La Niña
requiere canciones especiales para su trabajo, y así nos lo ordena
con voz imperativa. La gente obedece y gustosa canta. La Rielera, el
corrido de Villa, Amor eterno: cantando ella va sacando los males del
alma, del corazón, de la sangre, río de pavor y odio.
¿
En verdad cura la Niña de Paredón? Lo ignoro. Dejé mi
sitio en la antesala de los desheredados. No soporté el desafío
extremo del sahumerio saturando mis pulmones. Nunca debí usurpar
el sitio que a toda ley le correspondía a Margarita, esa vieja
desdentada que me contó cómo su marido la amarraba y la
colgaba cabeza abajo en la noria nomás por no tenerle la comida
caliente. En todo caso, yo estaba de más en ese paisaje de dolor
resplandeciente. Cobarde, regresé a mi vida de loca víbora
y exquisita, y a mi tratamiento de mil dólares mensuales. |
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