Editorial
Pemex, saqueado
Pese a ostentar en 2005 una cifra de ventas histórica, producto de los pronunciados incrementos en las cotizaciones internacionales del crudo, y unos ingresos brutos sin precedente de 86 mil 100 millones de dólares, Pemex sufrió, en el curso del año pasado, una reducción de 40 por ciento de su valor, que pasó de 34 mil 500 a 20 mil 600 millones de dólares. Los tecnicismos elaborados por el gobierno federal para explicar este hecho pagos de impuestos por la paraestatal, incremento de pérdidas acumuladas, disminución integral de la utilidad de instrumentos financieros y operaciones de cobertura, pérdidas incrementadas por costos operativos mayores no alcanzan a ocultar una merma cuantiosa e injustificable del patrimonio de todos los mexicanos ni la desaparición, no hay otra palabra, de los recursos derivados de los excedentes de la factura petrolera, en torno a los cuales las cuentas no resultan tan claras como cabe esperar.
El dato es exasperante y angustioso, si se considera que la factura petrolera constituye, junto con las remesas de los trabajadores mexicanos desde Estados Unidos, una de las tres fuentes principales de las divisas que ingresan legalmente al país, y que el debilitamiento de Pemex implica, en automático, una significativa reducción del margen de maniobra del gobierno y del país en todos los terrenos.
Como telón de fondo es conveniente recordar que en el curso del presente sexenio los bienes públicos no han dejado de reducirse, y que, en contraste o como explicación de lo anterior, los patrimonios privados de unos cuantos allegados al poder político de apellidos Montiel o Bribiesca, por ejemplo no han cesado de engordar.
Incluso si se realizara un enorme esfuerzo de credulidad y se concediera el beneficio de la duda al grupo gobernante frente a la sospecha pública de corrupción, malversación y dispendio, habría que explicarse la discordancia entre un gobierno que ha presumido desde el inicio de sus capacidades gerenciales, y que las ha aplicado con éxito sobrado en los negocios particulares de muchos de sus integrantes, y que ha sido, sin embargo, tan inepto por decir lo menos en la gestión y administración del patrimonio nacional.
Por otra parte, no debe dejarse de lado que el desastre financiero de la más importante empresa del país resulta sospechosamente coincidente con el dogma neoliberal que orienta al actual gobierno, según el cual el Estado es un administrador intrínsecamente corrupto e ineficaz; el corolario de esa creencia es, por supuesto, que resulta más provechoso para todo transferir al control privado los bienes públicos. Tal es la idea de fondo que ha impulsado al presidente Vicente Fox al insistir, casi en todos los días de su mandato, en la pertinencia de unas "reformas estructurales" que apuntan, en primerísimo y casi único lugar, a efectuar la operación final de "adelgazamiento del Estado" después de los desmantelamientos delamadridista, salinista y zedillista, eliminar la exclusividad del sector público en el sector energético y entregar Pemex y la Comisión Federal de Electricidad, CFE, a los capitales extranjeros y nacionales.
Pero la devaluación de Pemex no prueba que el Estado sea, por principio, un mal administrador: demuestra, en todo caso, la incapacidad del foxismo para preservar y manejar con transparencia y eficiencia la propiedad de la nación; tal circunstancia obliga a preguntarse hasta dónde se trata de torpeza, qué papel ha desempeñado la corrupción y en qué medida el desastre referido es el efecto buscado por el designio de desmantelar a la principal empresa de los mexicanos para justificar y facilitar su venta a precios de ganga. A fin de cuentas, lo que menos le preocupa a estas alturas al gobierno saliente es cuidar las fuentes de financiamiento del sector público para los años venideros.