Usted está aquí: martes 28 de febrero de 2006 Opinión Askariya

Pedro Miguel

Askariya

No hace falta ser creyente para encontrar ofensivo el ataque a un templo, independientemente del símbolo que lo corone. Las iglesias serán o no la casa de Dios, o de un dios -de cualquiera de los muchos que en el mundo han sido-, pero son también recintos de la esperanza y piedad de los mortales, albergues de lazos comunitarios, edificios para celebrar el nacimiento, propiciar la reflexión, consagrar el amor y llorar la muerte.

Eso era Al Askariya, una construcción milenaria (fue edificada en 944) que albergaba los restos de los imanes décimo y undécimo de la shía, Ali Al Hadi y Hasan Al Askari (¿todavía están allí?), y era santuario de Mohamed ibn Hasan ibn Ali, hijo del anterior y también conocido como Mohamed Al Mehdi, "el imán oculto" que, en la tradición chiíta, desapareció por obra divina y que un día habrá de protagonizar un retorno mesiánico, acompañado por Jesús, para establecer la paz, la justicia y el Islam como religión universal. Esa doctrina del ocultamiento, o ghaybah, es demasiado ambigua, simbólica y complicada para el entendimiento de Bush, pero puede dar pie a sus pesadillas paranoicas. También es punto de desencuentro entre las dos ramas principales del Islam, toda vez que los sunitas creen en el advenimiento del Mehdi, pero niegan que el imán oculto haya sido, o sea, una encarnación de este mesías.

Askariya era una de las mezquitas doradas del mundo islámico (hay varias más, una de ellas en Kerbala, donde descansan los huesos del imán Hussein, otra en Bagdad y una más en Muscat Omán); fue restaurada y reconstruida en varias ocasiones, la más reciente a principios del siglo pasado, cuando se le añadió la cúpula con 72 mil piezas de oro. Tenía 68 metros de altura y un diámetro de 20 metros. La edificación voló en pedazos el 22 de febrero, poco antes de las siete de la mañana. Un misterioso comando había trabajado toda la noche anterior en la colocación de explosivos en el inmueble. Fue un trabajo de demolición calculada; un trabajo de ingenieros.

Los mandos militares de las fuerzas de ocupación angloestadunidenses en Irak, acompañadas por el coro de los medios informativos occidentales, dieron por sentado que el ataque había sido perpetrado por "terroristas" sunitas de la rama iraquí de Al Qaeda que, se dice, comanda Abu Musab Zarqawi, quienes cada vez que cometen una atrocidad se solazan con sus grafitis en Internet, pero que hasta el día de hoy se han abstenido de reivindicar el atentado de Samarra. Las autoridades locales se cuidaron de señalar culpables. El máximo ayatola de los chiítas iraquíes, Ali Sistani, llamó a la calma y a la moderación entre su congregación y los sunitas; por su parte, el gobierno de Irán -que, como se sabe, está sujeto a la guía moral de los clérigos de la shía- acusó a Washington del atentado.

Si Teherán está en lo cierto, la de la semana pasada no habría sido la primera profanación a Al Askariya por parte de la soldadesca gringa. En noviembre de 2004 la primera división de infantería de Estados Unidos cometió una masacre de civiles en Samarra -el mando estadunidense presumió entonces haber causado más de 100 bajas mortales al enemigo, pero los hospitales de la ciudad reportaron el arribo de decenas de cadáveres de mujeres, ancianos y niños-, y sus efectivos se introdujeron a la mezquita hoy destruida, para capturar a unos 25 rebeldes que se habían refugiado en ella. De entonces a la fecha, los ocupantes han ido construyendo muros alrededor de las localidades más activas en la resistencia nacional, como Ramadi, Balad, Fallujah y la propia Samarra. En el caso de esta última, la muralla y los retenes en sus accesos resultaron muy semejantes a los impuestos por Israel en los territorios palestinos, y en enero del año pasado Reuters constataba que tales medidas estaban provocando el éxodo de centenares de familias y la ruina económica de la localidad.

La usurpación de un templo por un culto diferente a aquel por el que fue creado es una acción execrable: salvando siglos y distancias, la mezquita de Córdoba y la Basílica de Santa Sofía se miran en el espejo. La destrucción de iglesias del enemigo es algo peor, porque ofende a los creyentes en su Dios y, de manera más directa, en su vida comunitaria, en sus sueños y en su manera de vivir la vida, el amor, el perdón y la muerte.

La cuidadosa demolición de Askariya ha desatado un baño de sangre entre chiítas y sunitas. Pero eso parece ser la consecuencia, no el origen. El atentado no parece una venganza sectaria entre musulmanes, sino una ofensa característica de cruzados -es decir, de cristianos o algo así- en guerra contra el Islam.

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