Usted está aquí: martes 28 de febrero de 2006 Opinión Mineros

Luis Hernández Navarro

Mineros

Dos tragedias, una misma historia. El 31 de marzo de 1969 un estallido en las minas de Barroterán, Coahuila, mató a 153 mineros. Casi 37 años después, el pasado 19 de febrero, una explosión en el yacimiento de carbón Pasta de Conchos, en San Juan de Sabinas, provocó la de-saparición de 65 trabajadores. En ambos casos el origen de la desgracia es similar: la negligencia y la irresponsabilidad patronales, la carencia de medidas de seguridad con tal de optimizar ganancias, el contubernio entre empresarios y autoridades laborales, la corrupción sindical, hicieron del socavón una trampa mortal para los obreros.

Otras 65 probables viudas, según lo declarado por las autoridades, se han sumado a la lista de las oficialmente reconocidas mil 552 mujeres a las que una fatalidad en la mina lanzó al desamparo. Para ellas, además del dolor de la pérdida de sus hombres, comienza un largo peregrinar para que les entreguen los cuerpos y el pago de las indemnizaciones. Un amargo luto que crecerá tan pronto la indignación pública ante la catástrofe se ahogue en las aguas del olvido.

La calamidad de San Juan de Sabinas es tan vieja como el trabajo minero. En ella se resume un relato ancestral de explotación salvaje y desamparo laboral. Para los dueños del negocio, quienes laboran arrancando a las profundidades de la tierra sus riquezas son hoy, como han sido siempre, piezas prescindibles e intercambiables del proceso de trabajo. La salud, la seguridad, el bienestar de los trabajadores son un lujo del que los empresarios no han debido hacerse cargo nunca.

Pero la tragedia de San Juan de Sabinas es también una prefiguración del futuro laboral de este país. En la mina se está poniendo a funcionar un modelo de relaciones laborales cada vez más extendido en los negocios. En la hora de la deslocalización, cuando las fábricas cruzan fronteras, como lo hace la fuerza de trabajo, la precariedad es la ley de facto no escrita que se sobrepone a la legislación vigente.

Dos tercios de los mineros en Pasta de Conchos fueron contratados al margen de la protección de la relación laboral. A pesar de tener todos los elementos constitutivos de una relación laboral (dependencia económica, lugar de trabajo, horario, sistema de trabajo), su actividad no era considerada tal. Fueron reclutados y metidos a laborar al margen de cualquier contratación colectiva.

San Juan de Sabinas no es sólo una rémora del pasado, sino una evidencia del futuro como devastación. El modelo laboral del que fueron víctimas es la propuesta empresarial para el siglo XXI. Un modelo en el que por arriba se contrata personal de confianza, por abajo se subcontrata con otras empresas o con trabajadores "libres", y por los lados se emplea a trabajadores por honorarios. No, no se trata de una excepción, sino de una regla creciente en las empresas.

Ese es el modelo que el Grupo México, dueño de Pasta de Conchos, ha extendido a lo largo y ancho de su monopolio. Su "pesar" por la desgracia fue tan grande, que tuvieron que transcurrir 60 horas para que girara un comunicado a la Bolsa sobre la "prioridad absoluta" que representan los mineros en el accidente. Mientras los accionistas del grupo acaban de recibir dividendos por mil 500 millones de dólares, los mineros perciben 547 pesos por seis días de salario. En tanto los inspectores de la Secretaría del Trabajo informan que no hay anomalías en la seguridad de las minas que supervisan, los trabajadores arriesgan su vida y su salud día tras día.

El mismo Grupo México es ejemplo de "modernidad empresarial". Es el productor más grande de cobre en México y el tercero del mundo, con ingresos de 48 mil millones de dólares. Es un holding con operaciones de minado y transportación; realiza operaciones mineras en México, Perú, Estados Unidos, Chile, Canadá, Australia e Irlanda.

El Grupo México ha sido uno de los grandes beneficiados con las privatizaciones de empresas estatales. En 1988 obtuvo 95 por ciento de Mexicana de Cobre. En 1990 adquirió 100 por ciento de la mina de Cananea. En 1997, en asociación con Union Pacific e ICA, logró la concesión de las líneas de ferrocarril del Pacífico Norte, del Chihuahua Pacífico y la línea corta Nogales-Cananea. Curiosamente, Juan Rebolledo Gout, vicepresidente de la compañía, fungió como subsecretario de Relaciones Exteriores en el sexenio de Ernesto Zedillo.

Aunque ahora se desgarre las vestiduras, el Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana no hizo apenas nada para evitar la desgracia. Ciertamente Napoleón Gómez Urrutia, quien heredó la dirección del gremio de su padre, líder del organismo durante 40 años, hizo fuertes declaraciones condenando el accidente, pero su verdadero interés no es (no ha sido nunca) la vida de los mineros, sino el poder. En esos días estaba muy ocupado peleando a golpes la presidencia del Congreso del Trabajo en una oroliana puesta en escena de un capítulo más de Charros contra gángsteres.

La súbita indignación del líder tiene una pequeña historia detrás. En los tiempos en que Napoleón prefería la vida de tecnócrata, él y Gerardo Larrea, cabeza del Grupo México, fueron alegres compadres. Pero el compadrazgo se rompió cuando Napoleón fue designado secretario general del sindicato minero, a pesar de que nunca fue trabajador. La amistad devino en pleito.

Gómez Urrutia sufrió para que las autoridades laborales otorgaran la toma de nota, y en la negativa gubernamental se vio siempre la mano de Gerardo Larrea. Sin embargo, su suerte cambió cuando, a la llegada de Vicente Fox, misteriosamente apareció en el expediente del dirigente gremial una credencial de trabajador minero muy antigua, certificada por notario, que le permitió su reconocimiento.

La calamidad de los mineros en Pasta de Conchos y el drama de sus deudos ha puesto al descubierto, de la misma manera en que lo han hecho las revelaciones sobre las condiciones de trabajo en la industria maquiladora, la naturaleza de las relaciones laborales y del sindicalismo realmente existentes en el país. Ante esta desnudez, la lección es clara: para que haya justicia en México, la democracia electoral no basta.

 
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