Rayas de luz
Alcancé a distinguir las luces de la combi desde muy lejos en la oscuridad, como si se hubiera desprendido del anillo de luces lánguidas del alumbrado en la curva y del hilo de carros que pasaban por la carretera con faros parpadeantes y un agónico rumor de máquina.
Yo esperaba sentado sobre la tapa de la cisterna, sumido en la oscuridad. Caminé a la reja del almacén, hasta el cono de luz del foco solitario, en el poste donde habían checabado su ronda los gendarmes en tiempos en que hubo algo que cuidar tras los muros mudos que la reja mal guardaba. La combi blanca levantó tierra al frenar.
Siguiendo las indicaciones recibidas, había dado un nombre falso. Tan falso que ahora no lo recordaba, y no me quedó sino esperar no necesitarlo. Y así fue. Gil Palacios descendió de la combi sin apagar el motor ni faros. Se aproximó al poste donde me apoyaba. Me reconoció de inmediato.
-Debí imaginarme que sería alguien como tú -dijo. No parecía afectarle. Me llamaron la atención su hastío y que me tuteara de entrada. O no me tomaba en serio, o me tomaba por alguien como él. Preferí lo primero.
Sin estrecharme la mano ni mediar saludo, hizo un movimiento de la cabeza indicando la combi:
-Aquí no. Súbete. Vamos a donde nadie nos vea.
Sonaba absurdo. Ni quien nos estuviera viendo allí. Y con andar tres pasos la oscuridad nos devoraría. No puede existir un lugar más despoblado que éste, pensé. Equivocadamente.
Las combis son incómodas, brincan mucho, rechinan. Siempre son viejas. Me extrañó en él ese vehículo y no una Cherokee de ranchero macho, o uno de esos Cutlass que le encantan a gente como Palacios. Sería para despistar. Rompí el guión y el silencio:
-¿A dónde vamos?
En ese momento la cambi brincaba el escalón de la cuneta para tomar la carretera. Palacios tardó unos 30 segundos en contestar, una vez que terminó la maniobra y aceleró ruidosamente.
-Al mercadote de San Martín.
El viaje tomó una hora, misma que callamos ambos, hostiles y desconfiados. Nunca se molestó en poner el radio. Ni ha de haber servido en ese vejestorio. Llegamos a un desnivel junto a la carretera, donde se extendía una vasta alfombra de techos de lámina plata sucio bajo el resplandor de la Luna.
Metió la combi por un callejón estrecho entre estructuras metálicas que las luces del carro atravesaban como a un bosque huesudo de varillas y armazones de aluminio de lo que en su tiempo debió ser el tianguis más grande del mundo y que de noche, vacío y decrépito, era como para una cinta de horror o de mafia. Como si de la nada fueran a aparecer Jon Voigt o Al Pacino a punto de cerrar un trato o resolver definitivamente algún asunto.
Gil y yo habíamos coincidido un par de veces durante la campaña presidencial de Miguel de la Madrid, cuando él trabajaba para alguna agencia policiaca y yo era un freelance al que nadie tomaba en serio.
Manejó hasta el fondo, donde una covacha con muros rompía la uniformidad de la varilla y el vacío. Apagó las rayas de luz en la sombra de sus faros y abrió la portezuela. Entramos a la covacha y abrió un portafolios muy coqueto, como de publicista, para que me entretuviera con modelos semivestidas y rastros de fotoperiodismo de nota roja. Mientras, él destrabó un cajón del archivero oxidado en una esquina, único mobilario aparte de la mesa coja donde se extendía el idiota portafolios.
-El material es bueno. De exportación. Tú entiendes. Diga no a la piratería.
Se le oía confiado, satisfecho de su mercancía. Del cajón tomó una valija diminuta y extrajo cajitas de discos compactos y me repitió que el material era bueno, de primera.
-En éste salen las modelos del portafolios, pero en acción -dijo y me entregó una cajita. "Pasión anal" decía la carátula, ilustrada con el ojo navajeado de Un perro andaluz. El detalle me chocó. Qué culpa tenía Buñuel de esta mierda.
-Sólo acepto dólares -añadió, con una desagradable risa cómplice.
En ese momento le dije la neta, que no me interesaba comprar, pero si quería dólares estaba bien. Que quería preguntarle del DVD snuff que venía en el sobre que me entregó la domadora del viento en Ciudad Juárez.
-Quieres información -afirmó sin emoción. Su aplanamiento emocional era de cocainómano.
-Nombres -precisé.
-Te va a costar caro.
-Traigo -mentí.
-A ver -dijo.
-Dando y dando -dije.
-No aquí.
-No te hagas. No tengo toda la noche. Y sé que la cámara es tuya.
-No tienes pruebas.
-Tengo -volví a mentir.
Por primera vez reaccionó, aunque muy poco. Pero pálido sí se puso.
-Conozco mucho de tu trabajo. No te hagas. Pero la bronca no es contigo -dije.
-¿Y eso cómo lo voy a saber?
-Sólo te queda creerme -le mentí por tercera vez. Y me creyó. Sobre todo porque le solté dos nombres muy gordos entre sus clientes confirmados.
-Yo no tuve nada que ver -quiso justificarse.
-Tú viste. Tú filmaste. Están muertas, ¿no?
Su silencio fue una confesión sin vergüenza.