Usted está aquí: domingo 26 de febrero de 2006 Deportes ¿LA FIESTA EN PAZ?

¿LA FIESTA EN PAZ?

Leonardo Páez

Un libro valioso

POR INSOLITAS VIAS llega a mis manos una obra de originales vuelos literarios -Imagen de la muerte y otros textos, del escritor bilbaíno Manuel Arroyo-Stephens publicada, con el esmero que acostumbra, por Editorial Aldvs, e ilustrada con acuarelas del pintor Sergio Hernández-, cuyo valor es inversamente proporcional a la discreta difusión que esa casa editora suele dar a su inteligente colección Volapié.

EN 120 PAGINAS sin desperdicio, Arroyo-Stephens desarrolla cuatro textos espléndidos: Muerte de Yiyo, Pozoblanco, Imagen de la muerte y Una tauromaquia a lo Wittgenstein, en lo que el tema digamos taurino es empleado más como pretexto y menos como propósito para hacer literatura y filosofía de carne y hueso. Ante el descerebramiento colectivo que hoy se promueve es oasis salvífico, encontrar títulos como el que nos ocupa, cargado de un triple rigor cualitativo: el sentimiento, el pensamiento y el discurso con que el autor logra aprehender aquéllos en afortunado e inusual equilibrio.

PARA MUESTRA DOS botones del estilo de sentir, pensar y escribir de Manuel Arroyo-Stephens en su Imagen de la muerte. "Aunque lo tenía delante -comienza su narración de Muerte de Yiyo-, yo no vi la herida; esa herida certera, tan escondida. Se la hizo después de tirarle al suelo, por detrás, como para que no la viéramos nadie. Podía no haber sido nada: se ven en las plazas, casi a diario, cogidas en apariencia más mortales. En su único derrote el toro fue certero; como si tuviese aprendido el sitio del corazón. No se vio la muerte en la herida, pero la tenía toda en su cara el torero cuando se desasió del asta del toro...

"... NADIE SE MOVIO de su sitio. Buscábamos por la plaza -en el palco, en el callejón, en la puerta de la enfermería- signos que pudieran dar noticia autorizada de lo sucedido, aunque fuera la confirmación de la tragedia, en cuya incertidumbre era más angustioso seguir. En eso se vio cruzar el ruedo, saliendo de la enfermería, a un hombre llorando. Corría a saltos, ahogado por el llanto, y arrastraba en cada mano una muleta. Era el mozo de espadas del torero herido. Cuando llegó al burladero de capotes vi que uno de los toreros, al escuchar las noticias que el mozo traía, arrojaba al suelo su capote y se llevaba las manos a la cara, llorando. Otro torero, también llorando, daba golpes con las palmas de las manos contra las tablas del burladero; otro, en fin, apoyado contra el burladero, colgado de las tablas, lloraba ocultando la cara entre los brazos. Se había llenado el ruedo de hombres llorando...

"... DE HABER VISTO una corrida -apunta en Una tauromaquia a lo Wittgenstein-, se nos antoja que Nietzsche habría comprendido ese tal vez bárbaro, pero refinadísimo espectáculo (...) En el arte de torear, quizás como en ningún otro, se hace evidente un extraño parentesco entre la belleza y la muerte."

CUANDO EL DISCURSO -taurino o político- parece haber tocado fondo, otros discursos, como el de Arroyo-Stephens, redimen el lenguaje de tanto sobajamiento y nos ayudan a amistarnos de nuevo, así sea fugazmente, con las palabras.

 
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