Editorial
Podredumbre en fin de régimen
El país vive un tiempo de escándalos. Entre los más sonados y graves cabe enumerar la extensión de las actividades presuntamente ilícitas de los hermanos Bribiesca Sahagún, hijastros del Presidente de la República; la cuantiosa fortuna de Arturo Montiel, ex gobernador mexiquense y ex precandidato presidencial priísta; los enjuagues en la Secretaría de Gobernación cuando Santiago Creel estuvo a cargo de ella; las revelaciones en torno a la banda de empresarios y, posiblemente, funcionarios pederastas que operaba en Cancún; las acciones de encubrimiento para los implicados; la conspiración para agredir a la periodista Lydia Cacho que urdió Kamel Nacif Borge, uno de los presuntos participantes en la organización pedófila de Jean Succar Kuri, con la aparente colaboración del gobernador de Puebla, Mario Marín; las posibles donaciones de Nacif a la fundación Vamos México, de Marta Sahagún, y el intercambio de acusaciones entre el coordinador de la bancada priísta en la Cámara de Diputados, Emilio Chuayffet, y el subsecretario de Seguridad Pública federal, Miguel Angel Yunes, también mencionado como próximo a los negocios de Succar Kuri. Estas revelaciones, la impunidad de que disfrutan hasta ahora los protagonistas de los escándalos, así como la densa maraña de complicidades que puede advertirse entre unos y otros, independientemente de sus filiaciones partidarias e institucionales, permiten hacer una descripción de la clase política y el grupo gobernante actuales que resulta, por paradójico que parezca, indistinguible de la caracterización del sistema político mexicano al que algunos dieron por muerto tras las elecciones de julio de 2000.
Y debe admitirse que, salvo por la alternancia partidaria, los componentes indeseables de los viejos regímenes priístas prevalecen en el actual escenario: ejercicio faccioso y patrimonialista del poder, impunidad para los delitos perpetrados al amparo del poder público, pactos de silencio y encubrimiento, aprovechamiento de los cargos de elección popular para el enriquecimiento personal o familiar, para favorecer intereses corporativos determinados o para atropellar a ciudadanos inocentes, como fue el caso de Lydia Cacho en Puebla.
A casi seis años de aquella elección histórica debe constatarse que el gobierno de Vicente Fox pudo haber emprendido una transición que no fue, hacia un orden democrático, un estado de derecho, una política económica con un mínimo sentido humano y un ejercicio efectivo de la soberanía nacional. En cambio, el gobierno "del cambio" optó por coaligarse con los estamentos más corrompidos y descompuestos del priísmo: se alió con el salinismo para hostilizar al gobierno capitalino y linchar a su jefe, Andrés Manuel López Obrador; entabló una alianza parlamentaria con el gordillismo y otros cacicazgos sindicales de viejo cuño corporativo; operó, en el frente económico, con cuadros priístas neoliberales, como Francisco Gil Díaz y Santiago Levy; recicló e incorporó al gabinete a represores de trayectoria impresentable, como Miguel Angel Yunes Linares.
En suma: en vez de impulsar el saneamiento de la administración pública, el desmantelamiento de las estructuras corporativas y caciquiles y un ejercicio ético y republicano del poder, la nueva administración panista optó por preservar lo más inmoral del régimen supuestamente extinto y hasta por servirse con una cuchara más grande que la empleada por sus predecesores. En cuanto a la subcultura política del priísmo, resulta claro que la llegada del guanajuatense a Los Pinos no fue tanto una derrota cuanto una recomposición que obligó a convivir a los caciques, líderes charros y tecnócratas con los yunquistas recién llegados.
El gobierno de Fox estaba terminando igual que como empezó: negociando el intercambio de olvidos e impunidades. Si en un inicio fue el perdón para el Pemexgate y el Fobaproa a cambio de la absolución a los Amigos de Fox, ahora el grupo gobernante quería trocar, adentro de sí mismo, la congelación de las investigaciones por los negocios de los Sahagún Bribiesca por una acción semejante para favorecer a la familia Montiel. Pero en algún momento, a juzgar por lo ocurrido, las negociaciones internas se salieron de control, las fracturas se hicieron insoslayables y ahora la inmundicia asoma por todas partes, en lo que constituye un escenario típico de fin de régimen, cuyos personeros no parecen atender más que a dos directrices: salvarse el que pueda y llevarse lo que pueda.
Para los efectos de una transición a la democracia, el estado de derecho, la justicia social y la recuperación del país, el mandato foxista ha de considerarse un sexenio perdido. La transición que no fue en 2000 puede y debe empezar ahora, cuando la clase gobernante muestra signos tan extremos de descomposición como los que están brotando día a día, ya no de los sótanos del poder, sino de sus oficinas más prominentes y visibles.