San Agustín de las Cuevas
Corría el año 76 dC cuando un pequeño volcán, el Xitle, comenzó a expulsar violentamente flujos de lava, con una temperatura de mil grados centígrados, que se deslizó por las laderas de la sierra a una velocidad de 10 metros por minuto. Durante cuatro años se fue enfriando: primero las capas superiores, mientras en el interior continuaba el movimiento y paulatinamente se iba solidificando; los gases contenidos buscaban la salida dejando porosidades, grietas y cavernas en las enormes planchas rocosas. De ahí el nombre de San Agustín de las Cuevas, con el que se bautizó a la zona siglos más tarde y que ahora conocemos como Tlalpan.
La abundancia de lluvia en la región montañosa condujo los flujos de agua por la piedra porosa a las profundidades de la tierra, lo que dio vida a ricos manantiales y fuentes brotantes. Esto aunado a la fertilidad que brindaba a la tierra las cenizas del volcán, que se habían convertido en abono, lo hizo en un sitio propicio para la agricultura, y la abundancia de agua motivó, desde mediados del siglo XIX, el establecimiento de industrias, especialmente textileras y de papel. Las más famosas fueron La Fama Montañesa, la Fábrica Textil San Fernando y la de Peña Pobre, la cual se asoció con la fábrica de papel Loreto, creando un emporio papelero y llegando a ser una de las empresas latinoamericanas más importantes de su ramo. Las instalaciones son ahora un atractivo centro comercial.
Esta actividad industrial generó fuentes de trabajo y dieron una fructífera vida a la zona que estaba rodeada de haciendas y ranchos que tenían fama por sus productos. Había barrios que los lugareños identificaban como especialmente productores de ciertas frutas. En el de Chilapa se cosechaban nuez, membrillo, zapote blanco y una pequeña pera conocida como de "San Juan", de sabor intenso. En el de la Fama las peras eran de mayor tamaño y distinto sabor y se diferenciaban de las enormes de otros barrios, conocidas como pera "gamboa". Eran muy codiciadas las ciruelas de color rojo oscuro, muy dulces, del rumbo de la Conchita, en donde también tenían lo suyo los chabacanos, higos y aguacates.
Estas ricuras se vendían en el mercado de la Paz, que funcionaba desde el virreinato y que a fines del siglo XIX fue reconstruido con la colaboración de los vecinos y el trabajo de los presos, que eran sacados de su reclusión para laborar. El terreno lo donó un vecino opulento, los pueblos del Ajusco dieron la madera, San Andrés Totoltepec proporcionó cantera gris; Tlalpan, el ladrillo y la piedra volcánica. El presidente Porfirio Díaz lo inauguró en 1900 y como recuerdo conmemorativo se acuñó una moneda con su efigie. El interior fue modernizado en 1952 y en 1998 se le volvió a remozar, aprovechando para limpiar la cantera y el bello ladrillo, colocado artísticamente, que cubre las fachadas y adorna las elegantes portadas que le dan acceso.
Tlalpan conserva la mayoría de sus antiguos templos, prácticamente todos muy hermosos y algunos tan antiguos como la Parroquia de San Agustín, que se fundó en 1532 y fue rehecho en 1647.También son de admirar la Parroquia de Santa María Tepepan, el Templo de San Pedro Apóstol y la Capilla del Calvario.
De todas estás maravillas y muchas más, nos enteramos en el libro San Agustín de las Cuevas-Tlalpan que acaba de editar el Fideicomiso Tlalpan, con el apoyo del presidente del Consejo de la Crónica de la demarcación, don Salvador Padilla, quien nos lleva en su texto por un delicioso recorrido al pasado y el presente de la antigua villa, acompañado de imágenes tanto del ayer como actuales, que provocan el deseo irresistible de hacer una visita calmosa y prolongada, para ver in situ todas los encantos de este lugar, que conserva un aire provinciano y buena gastronomía, de lo que también habla el libro que vamos a presentar el próximo jueves 23, a las 19 horas, en la Casa de la Cultura de Tlalpan.
Al concluir podemos ir a cenar a la Hacienda San Jorge, a degustar un famoso platillo originario de Tlalpan. Cuenta la leyenda que el presidente Santa Anna, quien era muy afecto a las peleas de gallos y tenía su propio criadero, venía sin falta a las afamadas fiestas de San Agustín de las Cuevas, que duraban varios días, durante los cuales libaba sin interrupción. Una madrugada llegó a su residencia tlalpense ya medio crudo y pidió a la cocinera que le prepara algo de comer. Avezada en su oficio, la mayora preparó con rapidez caldo de pollo con verduras, chiles, queso y aguacate, que al general le supo a gloria y lo volvió a la vida; felicitó a la cocinera y le preguntó el nombre del manjar, a lo que presta contestó "¡caldo tlalpeño, señor!"