Usted está aquí: domingo 19 de febrero de 2006 Opinión Retos de las empresas públicas de electricidad

José Antonio Rojas Nieto

Retos de las empresas públicas de electricidad

La moda de la privatización, como tal, ya pasa. ¡Créanmelo! Y no sólo en México, en el mundo entero. Y es que en países como Argentina, España, Estados Unidos, Holanda, Italia, Noruega y en el mismísimo Reino Unido -ejemplos ilustrativos-, quienes se obligan a pensar bien las cosas (¡nunca faltan charlatanes!), reflexionan con más cuidado sobre la restructuración de las empresas de servicio público, sobre su privatización. Sí, por fortuna, y al menos en el caso de las empresas eléctricas, ya se trasciende esa obsesión por transferir los activos públicos a compañías privadas. Y se ingresa a una etapa más serena y reflexiva sobre el desarrollo de la industria eléctrica. Con o sin privatización. Experiencias como la británica (con empresas privadas) o la nórdico-escandinava (con empresas públicas) evalúan cuidadosamente su nueva organización. Más para advertir sus insuficiencias importantes y plantear alternativas de solución. Y -novedosamente- en un marco que tiende a abandonar ese ánimo dogmático que los condujo a tratar de imponer su esquema en todo el mundo.

Una lectura cuidadosa de los trabajos recientes de algunos de los teóricos británicos y estadunidenses de la privatización, permite concluirlo. Me refiero -como lo he mencionado en otras ocasiones en La Jornada- a Paul Joskow, David Newberry, Michaell Pollit, Richard Green, Stephen Littlechild, entre otros. Hoy me concentro en el prestigiado profesor de las Universidades de Birmingham y Cambridge, Stephen Littlechild. En octubre pasado, quien fuera un honesto y prestigiado director de la oficina reguladora en el Reino Unido (OFFER) publicó un excelente artículo (Beyond regulation, www.electricitypolicy.org.uk) en el que cuidadosamente aborda tres aspectos fundamentales de la industria eléctrica: 1) el llamado "modelo estándar" de reforma y que incluye el papel del gobierno; 2) lo que se identifica como desarrollo de marcados competitivos, tanto mayorista como minorista; 3) lo que denomina alternativas o complementos a la regulación. Y concluye cosas interesantes.

Primero. El desarrollo de la competencia ha ido exigiendo una mayor participación ya no sólo de los reguladores, sino del mismísimo gobierno. Primordialmente para atender asuntos vitales para la sociedad, no atendidos por el mercado: impulso a energías renovables, reaparición de la energía nuclear como alternativa; seguridad y confiabilidad plenas en el abasto; justicia social en el diseño y establecimiento de tarifas eléctricas; incremento de la eficiencia en productores y consumidores.

Segundo. En todo el mundo, los procesos competitivos en lo eléctrico han producido ganancias y pérdidas. Ganancias por el registro de importantes ahorros de capital, los que, sin embargo, no se han transferido totalmente a los consumidores, acrecentando las ganancias de los productores. Y pérdidas porque en muchos casos los precios reales han superado lo que podríamos llamar los precios estándar, determinados -a decir del Littlechild- con base en los costos marginales de operación, los del productor más caro que exige la demanda en cada momento del suministro. Y esto en virtud del poder de marcado que ejercen algunos productores. Esto obliga a debatir en torno a si estos u otros referentes de costos deben ser los determinantes del estándar de los precios (benchmark, lo llaman) de la electricidad. Y es que en muchos casos los nuevos generadores no alcanzan a cubrir sus costos de capital. Y, más aún, la industria misma no logra garantizar su expansión adecuada, por la amenaza de fondos insuficientes para ello, lo que traslada el problema -una vez más, pero de manera emergente- al Estado.

Tercero. La competencia en el sector de la transmisión (el de las redes de alta y media tensión) ha tenido altas y bajas. También en las ventas al mayoreo o al detalle. Cuando hay monopolio público o privado han aparecido insuficiencias o abusos, respectivamente. Pero la competencia en redes puede generar dos problemas: sobreinversión que perjudica al propietario de la línea y a los consumidores, y conduce finalmente al deterioro del servicio; o, alternativamente pobre inversión, que deteriora este esencial servicio.

De todas estas observaciones -respaldadas con evaluaciones de los casos argentino, australiano, británico, estadunidense y nórdico-, Littlechild concluye que si bien en muchos casos la competencia en generación y en suministro final han sido más beneficiosas de lo que se pensaba, no han dejado de mostrar la necesidad de reforzar y afinar los mecanismos de regulación y supervisión gubernamentales para garantizar -ante todo- un suministro confiable, adecuado y a buen precio. Pero también una expansión racional de la industria en el futuro. Este y otros autores no dejan de pensar que el entorno competitivo es mejor. Pero su renovada visión, más racional, cuidadosa y, sobre todo, menos autoritaria y dogmática, mucho ayuda al diseño de formas alternativas de organización de la industria, como las que buscamos en México para nuestras empresas públicas de electricidad. Sin duda.

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