Usted está aquí: domingo 19 de febrero de 2006 Política Mi querido amigo Juan

Néstor de Buen

Mi querido amigo Juan

Hace muchos años, alrededor de 1973, se organizaba en México el quinto Congreso Iberoamericano de Derecho del Trabajo. El maestro Mario de la Cueva, que con toda razón presidía la comisión organizadora, estaba apurado por la necesidad de contar con recursos para invitar a un grupo de profesores españoles, entonces, y probablemente ahora también, el núcleo de laboralistas más destacados. Un día se le ocurrió que yo lo acompañara a visitar a don Juan Sánchez Navarro, ilustre maestro de filosofía del derecho en la facultad y alto funcionario de la Cervecería Modelo, de quien creía estaría dispuesto a echarnos una manita. Yo conocía a Sánchez Navarro sólo por referencias en la escuela. Me pareció excelente la idea del maestro De la Cueva y fui con él a presentar ese auténtico "pliego petitorio". No recuerdo las palabras de Juan, pero deben haber sido terminantes: un "¡no!" como resultado final. El maestro De la Cueva no quedó nada tranquilo. Curiosamente le pude conseguir los boletos gracias a que entonces colaboraba en la ANDA, entonces dirigida por mi inolvidable amigo Rodolfo Landa Echeverría, quien le pidió al presidente de la República, su hermano, ese apoyo que concedió con generosidad. Lo que son las cosas: el maestro De la Cueva, encantado con la noticia, comisionó a su discípulo consentido, Enrique Alvarez del Castillo, para que fuera a España a cursar las invitaciones.

Pasaron muchos años para volverme a encontrar con Juan. Hace más o menos diez atendimos ambos una invitación de nuestra común amiga Tere Solís para dictar unas conferencias sobre problemas laborales. A mí me tocó, naturalmente, hablar en primer lugar sobre un tema ya previsto. Juan cerraba el acto con otro, pero al oírme cambió rotundamente de tema y se dedicó a contradecir mis ideas, evidentemente contrarias a su pensamiento más que conservador. Todo fue en los términos más cordiales. Al concluir, me invitó a que lo acompañara en unos desayunos de los viernes, en el Club de Industriales, en los que reunía a un grupo reducido de amigos. Ese fue el verdadero principio de una relación extraordinaria. Los desayunos, breves de asistentes al principio, aumentaron su número y nos pasaron a la biblioteca. Allí duramos poco y nos tuvimos que pasar a un salón grande donde por muchos años nos reuníamos con notable puntualidad. Hace unos tres meses Juan dejó de asistir por razones de salud. Los encuentros, ya sólo personales, se sucedieron en su casa, a veces sustituidos por conversaciones telefónicas, La última, el jueves o viernes de la semana pasada. Lo encontré mejor y se lo dije. Me invitó a ir con él a su rancho, en helicóptero, lo que acepté encantado, pero lamentablemente no se hizo efectiva la invitación. Un par de días después Juan falleció.

Era un hombre de cultura notable. Hablaba bien francés pero se negaba rotundamente a intentar aprender inglés. Amigo y crítico de presidentes de la República, organizador de todos los empresarios. De vinculación estrecha en sus orígenes a los conquistadores españoles, fue miembro de una familia de notable presencia en el porfiriato y de contrastes evidentes con Juárez, quien les expropió una parte enorme de sus propiedades. A la fecha soñaba con la seguridad que, según él, privaba en los tiempos de don Porfirio, lo que provocaba las iras cordiales de Julio Scherer, por muchos años asistente principal a los desayunos. Había formado parte del grupo Juan José González Hinojosa, eminente panista, hombre también encantador a quien Juan siempre atribuía la primera intervención temática en los desayunos para abrir las amplias discusiones que se producían de inmediato. A Julio y a mí nos mantenía en una relativa reserva, y no le costaba trabajo imaginar cuáles serían nuestros puntos de vista, siempre discrepantes de los propios.

Al morir Juan José, hace dos o tres años, Juan delegó en mí esa responsabilidad, porque Julio no se siente a gusto con asumir ciertos protagonismos. Prefiere jugar de contrario. Con frecuencia nos reuníamos a cenar Juan, Juan José, Leticia Sánchez de Ortega, Julio y yo para platicar en corto de los temas del día. En alguna ocasión, invitados a ir a Puebla Juan y yo, por el presidente municipal panista, a dictar alguna conferencia, en su turno y sin que viniera mucho al caso, Juan lanzó un poco precipitadamente la candidatura presidencial de Santiago Creel, lo que generó, como es de imaginarse, una notable conmoción. Desde luego que Santiago no se había enterado de esos propósitos. Culto, simpático, atractivo, coqueto, muy inteligente, con una enorme capacidad de mando, Juan no dejó nunca de ser un notable conservador y formidable conversador. Con su esposa María Teresa Redo hizo una familia maravillosa, con hijos, nietos y bisnietos abundantes que siguen los pasos del padre, abuelo y bisabuelo.

Me temo que la vida me ha destinado a disfrutar de la amistad de personas que piensan exactamente lo contrario de lo que yo pienso. Me ha ocurrido durante la conscripción, en mi vida familiar, en la Escuela de Derecho y, en general, en todo. Pero con Juan ha sido más notable aún. Y es curioso que de esa contradicción esencial hayan podido derivar afectos tan profundos como el que tuve por Juan y guardo en su memoria. Pero, además, Juan tiene su lugar en la historia. Ya lo extrañamos.

 
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