Pederastas y desviaciones de poder
Una desviación de poder consiste en la utilización de las instituciones de justicia con fines ajenos o distintos a aquellos que les dan origen y sentido en determinado estado. Las conversaciones telefónicas acerca de Lydia Cacho dadas a conocer por La Jornada ilustran la deplorable situación en que se encuentra la procuración y administración de justicia en no pocos lugares del país, y confirman los fuertes intereses y redes de complicidad que ya habían sido denunciadas por la periodista, los cuales forman parte de las circunstancias que hacen posible que en el territorio nacional prosperen impunemente lucrativos negocios, como el comercio sexual con menores y la pornografía infantil, ante la actitud omisa, cuando no activa (ahora sabemos), de las autoridades encargadas de cumplir y hacer cumplir la ley, tanto del Poder Ejecutivo (gobernadores, policías, funcionarios de procuradurías y hasta empleados de prisiones), así como del Poder Judicial, jueces subordinados, con consigna y sin escrúpulos, cuya inusual diligencia, en algunos casos y bajo ciertas circunstancias, llama mucho la atención, en contraste con la dramática ausencia de un recurso efectivo al alcance de los ciudadanos, para defenderse de los atropellos cometidos por la autoridad.
Grabar conversaciones telefónicas es ilícito. Sin embargo, constituye una arraigada técnica ampliamente practicada por la policía política del Cisen, heredera de la Dirección Federal de Seguridad de la Secretaría de Gobernación, para obtener veladamente información acerca de servidores públicos y de particulares. Usado mucho más frecuentemente de lo que supondríamos en un estado de derecho, el espionaje telefónico sobrevive intacto, a pesar, y quizá, precisamente, por la alternancia de funcionarios provenientes de distintos partidos en variados ámbitos de poder. El hecho de que los principales protagonistas de estas grabaciones no hayan promovido una investigación acerca del origen del espionaje resulta relevante, pues no tendría caso indagar si los conversadores lo saben y, en cambio, podría confirmarse la autenticidad del diálogo difundido.
Las reacciones suscitadas por estas revelaciones, en las postrimerías de un sexenio que comenzó unos meses antes del asesinato de Digna Ochoa (octubre 19 de 2001), y las violentas amenazas y vejaciones que ha recibido Lydia Cacho nos recuerdan la campaña contra los defensores de derechos humanos, que precedió a la eliminación de Digna, al identificarlos como defensores de delincuentes. Ahora se les persigue como si fueran criminales, de modo que defender los derechos humanos en México sigue siendo un oficio peligroso, aunado en este caso a otra profesión de muy alto riesgo en distintas entidades de una a otra frontera del país: el periodismo de investigación.
Estas nuevas informaciones sobre el proceder del gobierno de Puebla aportan luz sobre las circunstancias que posibilitaron la privación arbitraria de la libertad que sufrió Martín Amaru Barrios Hernández, conocido defensor de derechos humanos detenido el pasado 29 de diciembre en Tehuacán, Puebla, injustamente sometido a proceso a partir de la acusación de un personero del prominente empresario poblano Kamel Nacif; sin que mediara notificación ni explicación alguna. En este caso, la desviación de poder también es evidente para deshacerse de un prestigiado defensor (merecedor del premio de derechos humanos Tata Vasco, en 2004), pero molesto para el influyente maquilero de la industria del vestido en el valle de Tehuacán. La detención y el posterior procesamiento de Barrios también pueden ser interpretados como un castigo por defender los derechos humanos y laborales de las trabajadoras de la maquila, orilladas a desempeñar su tarea en condiciones extremas.
En ambos casos, lo que está en juego es el respeto del derecho de todos los ciudadanos a defender las garantías individuales, propias o de otras personas en situación de indefensión. Criminalizar a los defensores desde el poder, acusándolos de delitos que no han cometido, mediante el uso interesado de las instituciones de justicia para impedir que realicen su trabajo, no es sólo una desviación de poder y una agresión contra los activistas humanitarios, sino que atenta contra la seguridad jurídica de cada uno, al degradar a la sociedad toda y, en especial, a sus instituciones de justicia.
* Defensor de derechos humanos