La corte de las maravillas
La más famosa hechicera que han visto los siglos fue la Camacha, natural de Montilla, sabia en aquella ciencia llamada tropelía, misma que hace que una cosa parezca otra de lo que es, sin dejar de serlo, como igual hacen los novelistas. Ambos dejan figurar asuntos que antes fueron de la nada, y ambos vienen, por tanto, a ser iguales en encantamientos. Pone Cervantes a la Camacha de que congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejas tierras; remediaba maravillosamente las doncellas que habían tenido algún descuido en guardar su entereza... Es lo que siempre queremos hacer los que vivimos de la mentira.
Por la misma mano que dejó consignados los dobleces y hazañas de esta mujer instruida en invenciones, conocemos también acerca de un loco que creía ser de vidrio y temía por eso las pedradas, lo mismo que caminaba por mitad de la calle mirando a los tejados, no fuera a caerle una teja encima, ''y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquella era la más propia y segura cama que podían tener los hombres de vidrio..."; y por ella también sabemos de otro loco famoso que en lugar de huir de las pedradas y los envites salía a buscarlos, y libraba de sus jaulas a los leones más temibles, y de la cadena de galeras a delincuentes no menos temibles, porque quería el loco, gran locura, poner remedio a las injusticias y desniveles que campean en el género humano, que es hoy el día y sigue descalabrado de miserias tanto, o más, que antes.
Alegar como cierto lo dicho, y estar dispuesto a jurarlo, es el más antiguo de los ardides de la escritura, porque quien cuenta se remite siempre a las pruebas. Cervantes, que nos inventó a todos, hizo burla de los cronistas que aparecían ellos mismos en las historias presentadas como reales, alguien que no era quién para tirar la primera piedra. Pero de otro modo, sin tanto testigo de vista, nunca se hubiera llegado a contar la historia de América, con imaginación que no hacía caso del pudor. No hay quien se sonroje a la hora de mentir de tal manera, porque quien miente así, cree de verdad en lo que dice.
Si a los escritores nos inventó Cervantes, la historia en América se inventó a sí misma desde el principio. En realidad, lo primero que encandiló a los conquistadores en el Nuevo Mundo fue la majestad, y la inmensidad variada de una naturaleza que quienes venían de tanta tierra yerma, vieron con ojos fantasiosos. Demasiado fantasiosos. V.S. Naipaul dice en La pérdida del Dorado que los conquistadores no venían preparados para el asombro, porque en sus cabezas había ya fantasías demasiado persistentes.
Lo que se quería ver pasaba a ser lo realmente visto. Con el mejor de los aplomos, Colón escribe a la reina, su bienhechora, que el río Orinoco tenía su fuente en los tres montes del propio paraíso terrenal. Otros vieron la Antilla, la isla de las siete ciudades, que aparecía y desaparecía ante los ojos de los navegantes que iban por los archipiélagos del Caribe, y otros un mar negro como de brea a cien leguas de Panamá, donde los peces cantaban con varia armonía y adormecían así a los marineros.
Amazonas, como las que había encontrado Marco Polo más allá del Cáucaso, fuertes y rotundas, uno de los pechos cercenados para distender sin estorbo el arco al disparar la flecha guardando los caminos ocultos que llevaban al Dorado, la ciudad de la selva que tenía sus calles empedradas de esmeraldas. Y un río de la muerte en Huancavelica, que de ser bebidas sus aguas se hacían piedra en las entrañas.
Una corte de mentirosos, como una corte de los milagros, burladores y embusteros como sacados de los retablos de Cervantes. Son los locos y los embusteros los que mejor imaginan. Fue Colón quien también encontró en Caratasca, en la costa del Caribe de Nicaragua, una tribu de orejones, comedores de carne cruda, los lóbulos de las orejas tan grandes como para que cupiera en ellos un huevo de gallina, y que podía cobijarse con sus propias orejas para protegerse del frío.
Y los esternocéfalos, que tenían los ojos, la boca y la nariz en el pecho. Y gigantes de seis metros de estatura en la Patagonia, y hombre de un solo pie, y también las siete ciudades de Cibola, los dominios del Preste Juan, que Fray Marcos de Niza juraba haber encontrado en los desiertos ardientes de Sonora.
No hay medida para la maravilla. Y por las maravillas, era necesario estar dispuesto a dar la vida. Ponce de León pasaba de los 50 años cuando partió hacia la Florida en busca de un río en cuyas aguas se volvían mancebos los hombres viejos, porque quería curarse, él de primero, de los estragos del tiempo. Y como las pasiones de la imaginación son contagiosas, todos los reyes y caciques de aquellas comarcas quisieron saber qué río podría ser aquel, que tan buena obra hacía, de tornar los viejos en mozos. Y no quedó río, ni arroyo, hasta las lagunas y pantanos donde bullían los caimanes, adonde no se bañasen, recuerda el cronista Herrera.
Aquellos que con augusta seriedad desmentían los hechos imaginados, armándose con la simpleza de la verdad, sólo ganaban aversiones. Juan Pérez de Ortubia, enviado por Ponce de León delante suyo en la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, al dar cuenta de sus averiguaciones, dijo haber llegado a una ''isla grande, fértil y cubierta de magníficos arbolados; que tenía hermosas y cristalinas fuentes y abundantes arroyos que la mantenían en perpetua verdura; pero que no había agua ninguna con la virtud de transformar los entorpecidos miembros de un anciano en los vigorosos de un joven".
Nadie le creyó. Quién iba a creerle.
Masatepe, febrero 2006.
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