Usted está aquí: miércoles 8 de febrero de 2006 Opinión Sida 2006

Arnoldo Kraus

Sida 2006

Leo en la portada de una de las más prestigiosas revistas de medicina, The Lancet, publicada en diciembre próximo pasado, que "2005 será más recordado por los 3 millones de muertos y por los casi 5 millones de personas recién infectadas que por las 300 mil vidas salvadas gracias al tratamiento contra el virus de la inmunodeficiencia humana". En otra gran revista dedicada a la ciencia, Nature (enero 2006), encuentro otro trabajo interesante, que sustenta que la circulación de los billetes permite predecir la expansión de algunas epidemias.

Las afinidades entre estas noticias son varias. Ambas se vinculan con el término epidemia, repercuten en la calidad de vida o son causa de muerte y se relacionan con el movimiento del ser humano. En este contexto, movimiento conlleva dos mensajes. El primero es el incremento "brutal" en el número de seres humanos que viajan por el mundo llevando a cuestas "lo bueno y lo malo", incluyendo la diseminación de enfermedades asociadas con la pobreza, como sería el caso de los trabajadores migratorios mexicanos que adquieren el sida en Estados Unidos y luego lo contagian en su tierra. El segundo es el "no movimiento" o el "movimiento infructuoso" de los gobiernos y las agencias mundiales dedicadas a detener la pandemia, tal como demuestra "el triunfo del sida".

Seamos crudos. La expansión del sida revela muchos tropiezos. La prevención ha fracasado por la suma de muchos dislates, dentro de los cuales sobresalen la insuficiente diseminación de la información, el desconocimiento de las raíces culturales de algunos de los grupos afectados, las sandeces de algunos gobernadores africanos que aseguran que el sida no se transmite por vía sexual y que han impedido que se ofrezca tratamiento adecuado; el peso de la religión católica con su lema, no al condón, que quizás haya favorecido el contagio entre algunos fieles no tan fieles; la continua diseminación del virus por el uso de jeringas contaminadas por 30 o 40 personas, tal como ha denunciado recientemente un preso en una cárcel canadiense; el fracaso para identificar a tiempo a las madres embarazadas portadoras del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), ya sea para ofrecerles tratamiento o para aconsejarlas acerca de cómo amamantar a sus bebés; la incapacidad de algunos gobiernos, como el nuestro, para brindarles terapia gratuita y continua a todos los enfermos de sida o portadores del VIH; la actitud machista que no acepta el uso del preservativo y, por último, el factor cimental: la incapacidad monstruosa de las grandes potencias, cobijadas por el G-8, para lograr, junto con la UNAIDS -la oficina de la ONU encargada del sida-, una política inteligente y eficiente que contrarreste el poder del virus.

El larguísimo párrafo previo -que podría ser más extenso- sintetiza algunos de los sinsabores acerca del sida y expone los tropiezos de algunos gobiernos y su incompetencia ante la pandemia. Tres datos para entender mejor la magnitud del problema: en algunos países de Africa, 20 por ciento de la población está infectada por el virus, en la actualidad más de 40 millones de personas conviven con la enfermedad -el doble que hace 10 años- y, por último, es probable que algunos pueblos en Africa desaparezcan en los próximos 25 años. Esos datos sirven para explicar un entuerto mayor, que a su vez refleja nuevamente el fracaso de los gobiernos implicados: en los países donde la epidemia es grave, el sida es uno de los factores fundamentales para perpetrar la pobreza, ya que la enfermedad o la muerte de la persona encargada de mantener el hogar impide el flujo de dinero.

Tanto en los gobiernos como en las sociedades o en las personas las prioridades "de unos" pueden no tener nada que ver con las necesidades de "los otros". Los dineros invertidos en Irak, en pagar a los terroristas suicidas o en el desarrollo de algunos renglones de una ciencia no siempre bienhechora, podrían seguir mejores caminos si los intereses de los gobiernos responsables y de los integrantes del G-8 fuesen distintos.

Es evidente que las epidemias no perdonan y que a los virus poco les importa si Bush es Blair, si Fox es Marta, si Aznar es capado o si los religiosos estadunidenses pensarán siempre que es válida "la mano de Dios en la política". Lo que es ineludible es que el movimiento del virus y de los seres humanos y el "no movimiento" de los gobiernos son factores que amenazan con mermar aún más la condición humana. Mientras la peste necesitó en el siglo XIV tres años para propagarse por Europa, las nuevas enfermedades, como el síndrome agudo respiratorio, tardaron pocas semanas para diseminarse en 2003 por varios continentes. ¿Qué dirá el sida de los seres humanos y qué pensarán los billetes que propagan infecciones, pero no políticas adecuadas para detener algunas epidemias?

 
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