Editorial
Informar, insultar, incendiar
Las perturbaciones en las relaciones internacionales, las manifestaciones pacíficas, los disturbios violentos como el incendio de las embajadas danesa, chilena, sueca y noruega en Damasco, la pérdida de millones de dólares por la suspensión de tratos comerciales y la más reciente crisis política en Líbano, cuyo ministro del Interior, Hasan Sabeh, renunció al cargo tras la quema del consulado danés en Beirut por manifestantes, son, hasta ahora, algunas de las consecuencias de la publicación en septiembre del año pasado, en el diario Jyllands Posten de Copenhague, de una serie de caricaturas en las que se hacía mofa de Mahoma y se le presentaba como terrorista. El fenómeno ha ahondado el desencuentro creciente entre los gobiernos de los países occidentales y las naciones islámicas, ha dado visos de verosimilitud a formulaciones paranoicas como la de Samuel Huntington (el "choque de civilizaciones" entre Occidente y el Islam) y obliga a reflexionar sobre los límites de la libertad de expresión y sobre el ejercicio responsable de las tareas informativas y periodísticas.
Por principio de cuentas, es claro que la difusión de ideas e inclusive de simples humoradas, por provocadoras que sean, no debe ser coartada en forma alguna por las autoridades gubernamentales, ni codificada como delito en ninguna ley. En esa misma lógica, no hay justificación posible para la comisión de actos vandálicos en nombre de la fe sea la fe que sea, islámica, judía o católica ni para las exigencias de censura por parte de sectores de creyentes exaltados. No hay que olvidar, a este respecto, que en nuestro país algunos grupúsculos confesionales irrumpieron violentamente, en un pasado relativamente reciente, en el Museo de Arte Moderno y en un teatro en el que se escenificaba una obra, con la pretensión de prohibir la libre expresión de propuestas artísticas a las que consideraron blasfemas o irreverentes.
La censura oficial es llanamente inaceptable en nuestros días, y resultan inadmisibles agresiones como las perpetradas en días recientes en diversas ciudades de mayoría musulmana contra representaciones de gobiernos o empresas europeas. Sin embargo, la regulación del ejercicio de la libertad de expresión es una necesidad imprescindible para la convivencia pacífica en la diversidad que caracteriza al mundo contemporáneo, y tal regulación debe provenir del sentido de responsabilidad de los propios informadores reporteros, analistas, caricaturistas, fotógrafos y de los editores de los medios. La libertad de pensamiento y expresión no justifica la falta de respeto y menos aún la falta de sentido común. Dibujar al profeta con una bomba en vez de turbante tiene una lectura inequívoca: los seguidores de Mahoma son todos terroristas y el Islam es la religión de los dinamiteros, implicaciones escandalosamente falsas, ofensivas y altamente provocadoras en el delicado momento actual, en el que en las sociedades musulmanas existe la percepción, en buena medida justificada, de que Estados Unidos y sus aliados europeos han emprendido una guerra no contra el terrorismo, sino contra los pueblos árabes e islámicos. Desde esta perspectiva, las ilustraciones referidas no son una denuncia ni una crítica, y ni siquiera una defensa de valores: son, simplemente, una broma ofensiva y una estupidez.
No debiera obviarse que en los medios de una Europa que se reclama depositaria de la democracia y la igualdad existe una manifiesta doble moral: a ningún editor en sus cabales se le ocurriría permitir, en nombre de la libertad de expresión, la publicación de una humorada antisemita equiparable a los cartones antislámicos impresos originalmente por el Jyllands Posten y difundidos después en las páginas de otros diarios del Viejo Continente.
Tampoco debe omitirse el hecho de que, en muchas ocasiones, los abusos en el ejercicio periodístico están directamente relacionados con el afán de causar escándalo para incrementar, así, las cifras de ventas circulación, rating de las empresas propietarias de los medios; esta indebida vinculación, que convierte el interés comercial corporativo en sensacionalismo periodístico requiere que dueños de medios, editores y periodistas en general se conduzcan con responsabilidad, con respeto y con un mínimo sentido de los entornos nacionales e internacionales, y que no olviden que el sentido de su tarea es informar, analizar y criticar, no insultar, y menos incendiar.